¿Tienes un problema con la bebida?.
A muchas de nosotras nos puede ser difícil admitir y aceptar que tenemos un problema con el alcohol.
A veces el alcohol parece ser la solución de nuestros problemas, la única cosa que nos hace la vida tolerable.
Pero, si al considerar nuestras vidas francamente, vemos que los problemas parecen surgir cuando bebemos, problemas en la casa, en nuestro trabajo, problemas de salud, problemas con nuestras familias e incluso en nuestras vidas sociales, es más que probable que tengamos un problema con la bebida.
En Alcohólicos Anónimos, hemos aprendido que cualquier persona, dondequiera que esté, sean cuales sean sus circunstancias personales, puede padecer de la enfermedad del alcoholismo.
También hemos aprendido que toda persona que desee dejar la bebida puede encontrar ayuda y recuperación en Alcohólicos Anónimos.
No estás sola. Las historias publicadas en este folleto relatan las experiencias de 12 mujeres, todas alcohólicas que han encontrado la sobriedad y una nueva manera de vivir en Alcohólicos Anónimos.
Estas historias representan su experiencia, fortaleza y esperanza.
No importa nada si tienes 16 ó 60 años de edad, si eres rica o pobre, graduada de universidad o
desertora escolar, una ejecutiva o un ama de casa, una paciente en una institución de tratamiento, presa en una institución carcelaria, o sin hogar.
Puedes obtener ayuda, pero tú tienes que tomar la decisión de pedirla.
Si crees que tienes un problema con la bebida, es posible que te identifiques con las experiencias compartidas en estas historias.
Esperamos que descubras, como estas mujeres han descubierto, que eres bienvenida en Alcohólicos Anónimos, y que tú también puedes encontrar una nueva libertad y una nueva felicidad en esta forma de vida espiritual.
“Se iba arraigando la desesperación...”
La policía estaba nuevamente llamando a la puerta.
Yo ya había empezado mi segunda botella de vino, emborrachada y en violación del mandato del tribunal familiar de no beber nada en presencia de mis hijos.
Ya llevaba doce años como madre divorciada, principal cuidadora de tres muchachos.
Seis meses antes, su padre pidió un cambio de custodia principal y la familia se encontró involucrada en una contenciosa evaluación de custodia.
La razón alegada por su padre era sencilla: yo era una madre borracha abusiva.
Poco antes de llegar la policía, rellené mi taza de café con el vino barato que tenía escondido en mi armario, y fui por el pasillo para ver lo que estaban haciendo mis hijos.
Descubrí que uno de ellos, al que yo había dicho que fuera a su dormitorio específicamente para hacer sus deberes escolares, no me había hecho caso.
Allí estaba descaradamente jugando con sus juguetes.
Cuando empecé a gritarle en una rabia de borracha, ya se hartó.
Se puso de pie y me echó de la sala a empujones.
Me caí hacia atrás por el pasillo chocando contra la puerta del lavadero que se salió de las bisagras.
Los tres muchachos salieron de la casa para esperar afuera, dejándome sola, amoratada, sentada en
el suelo preguntándome cómo podría haber llegado a este estado.
No recuerdo mucho de lo que los policías me dijeron esa noche, pero una frase tuvo en mí un impacto profundo y la llevo todavía conmigo grabada en la mente: “He visto a muchas madres que prefieren abrazar una botella a abrazar a sus hijos. No quieres ser esa madre”.
Ese policía tenía razón.
Yo no quería ser esa madre, pero no obstante sí lo era.
No pude conciliar el sueño esa noche según se iba arraigando la desesperación y esas palabras se iban repitiendo en mi mente.
A la mañana siguiente, después de llevar a mis hijos a la escuela, decidí buscar ayuda y llamé a una mujer conocida que había logrado su sobriedad con la ayuda de A.A.
Sin más, ella dejó de hacer lo que estaba haciendo y me llevó a mi primera reunión de A.A.
Los muchachos no volvieron a casa ese día, ni en días futuros durante mucho tiempo.
La bebida me había costado la custodia de mis hijos y sabía que si me tomaba otro trago, me costaría muchísimo más.
No sabía cómo dejar de beber, pero parecía que los miembros de A.A. habían encontrado una solución.
Cuando me sugirieron que asistiera a 90 reuniones en 90 días, asistí a 90 reuniones en 90 días.
Me sugirieron que consiguiera una madrina y lo hice.
Cuando después de la reunión me quejé por haber perdido a mis hijos, me dijeron que todo acabaría bien si no tomaba un trago.
Creía lo que me decían y creía que este programa podría funcionar para mí también.
Así que me quedaba después de cerrar la reunión para lavar las tazas, arreglar las sillas, limpiar las salas.
Asistía a muchas reuniones y, por la gracia de Dios, desde esa tarde, hace más de siete años, no me he tomado ni un trago.
Pasé mi primera Navidad sobria con mis hijos, en una visita supervisada.
Ese fue mi primer paso para reconstruir las relaciones erosionadas por años de beber.
Ha cambiado mucho desde entonces, y todo positivo.
Mis hijos hoy son jóvenes adultos y tenemos una relación sólida y cariñosa.
En el pasado solían mirar a su madre con desilusión y disgusto, ahora me pueden ver de otra manera: sobria, alegre, libre.
Gracias, Alcohólicos Anónimos, por el don de la sobriedad que se me ha dado.
“Solía sentirme avergonzada de mi historia”.
Mis padres vinieron a los Estados Unidos para escapar la guerra de Vietnam y empezaron de cero.
A fuerza de duro trabajo y determinación, mi padre logró graduarse de la universidad y llegó a ser un ingeniero exitoso y mi madre tuvo una maravillosa carrera como funcionaria de la administración municipal.
Crecí en una familia asiática muy estricta y soy miembro de la primera generación de mi familia nacida en Estados Unidos.
No me permitían pasar la noche en la casa de una amiga, ni participar en deportes y me obligaban a sacar sobresaliente en todo.
Ya sé que mis padres querían prepararme para un buen futuro en América.
Me amaban, querían lo mejor para mí, e hicieron lo que les había funcionado a ellos.
Creían que una firme voluntad, duro trabajo, educación y disciplina, me servirían para salir adelante.
Y ni pensar en pedir ayuda nunca, es una señal de debilidad.
Era como una dictadura en mi casa; mi padre era el proveedor y lo que él decía era la ley.
Se prohibían las preguntas. A esa edad no me podía explicar por qué todos
mis amigos tenían familias cariñosas y amables, mientras a mí me habían tocado padres que nunca hablaban con migo ni me permitían hacer nada.
Yo era una adolescente rebelde, y hacía todo lo que podía para romper las “reglas” impuestas por mis padres.
Me sentía muy enojada con ellos por las circunstancias de mi niñez. No obstante, no empecé a beber alcohol hasta matricularme en la universidad, y pronto me enamoré de la bebida.
EL alcohol me convirtió en “una parte de una chica divertida, social y desinhibida”, así que me lancé de lleno a toda velocidad.
Empecé a usar drogas y la diversión no duró mucho.
Con drogarme y beber a tan acelerado ritmo, me encontré en circunstancias muy arriesgadas.
A la edad de 22 años, fui drogada y agredida sexualmente.
Se derrumbó mi mundo, me odiaba a mí misma, no tenía confianza en nadie, y mi forma de beber llegó a ser descontrolada.
Durante dos años, mi padre me repudió diciendo que estaba causando deshonra a la familia.
Dejé de usar las drogas, y el alcohol se convirtió en el único medio que tenía para escapar el intenso odio, la vergüenza, el disgusto y la depresión que sentía cuando recuperaba la sobriedad.
La locura de la enfermedad es ésta: bebía para dejar de odiarme a mí misma, pero cuanto más bebía, más me odiaba.
No podía poner fin al interminable ciclo.
No sabía que el alcoholismo era una enfermedad y creía que era simplemente un ser humano muy débil porque no podía dejar de beber.
Todo lo que quería era la paz y fui tras ella varios años sin nunca alcanzarla.
Pasé por un intento de suicidio fallido, fui acusada de conducir bajo los efectos del alcohol, tuve múltiples visitas a la sala de emergencia, me ingresé en un centro de rehabilitación y me encontré confinada involuntariamente en una institución psiquiátrica.
Me tomé muchos medicamentos y me sometía terapia durante varios años.
Sufrí de pancreatitis aguda a causa de la bebida, y un día entré en shock con fallo renal y pulmonar.
Pasé 34 días en el hospital, caminando con un andador ortopédico y un tanque de oxígeno.
Esa experiencia me dio un susto tan grande que no bebí nada alcohólico durante un tiempo.
Pero soy alcohólica.
Pasados nueve meses sin alcohol y sin un programa, mi salud mejoró, pero la enfermedad se apoderó de mí nuevamente.
En un plazo de dos semanas me encontré de nuevo en la sala de emergencia.
EL médico me dijo que, debido a la pancreatitis, me moriría si volvía a beber.
Por fin llegué a entender que soy una alcohólica desahuciada. Así que tomé la decisión de entregarme al programa de A.A.
Asistía a las reuniones sólo con el deseo de dejar de beber pero al poner los Pasos en práctica he obtenido mucho más.
Tengo ahora una buena relación con mis padres.
La enfermedad derrumbó los muros y nos obligó a ser francos y sinceros los unos con los otros.
Tiene que ser una experiencia devastadora ver al alcohol destruir la vida de una hija.
Hoy día mis padres son mis más firmes sostenes, junto con mi marido no alcohólico, que tiene un gran amor para con A.A. y ha abrazado el programa conmigo.
Tengo una carrera muy prometedora haciendo lo que más me encanta.
Tengo un buen concepto de mí misma, paz en el alma y alegría en el corazón.
Mi mundo ya no es gris, sin propósito.
He aprendido a ser una buena empleada, esposa, hija, hermana y miembro útil de la sociedad.
EL remordimiento, el temor, el odio de mí misma y la angustia mental ya no rigen en mi vida.
Se me ha quitado la obsesión por beber.
Sé quién soy en el fondo, lo que me vale y lo que defiendo, me amo a mí misma.
La relación que tengo con mi Poder Superior es inquebrantable y no cambiaría nada de mi pasado.
Le debo la vida al programa de A.A.
Solía sentirme avergonzada de mi historia y ahora la cuento libremente con la esperanza, de que mi experiencia, fortaleza y esperanza puedan ayudar a otra persona que está luchando por mantenerse sobria.
“Podía dejarlo un rato pero siempre volví a beber”.
Como joven muchacha africana-americana, hice una promesa solemne de no beber alcohol nunca después de ver a mi padre volverse beligerante cuando bebía.
Pero una noche, cuando tenía 16 años de edad, decidí investigar lo que el alcohol podría tener de especial.
Un amigo me ofreció un trago en una fiesta, dudé un momento en probarlo.
Y luego, ¡qué mal sabor! No me podía explicar por qué le gustaba tanto a la gente.
Así que, como legítima borracha, decidí seguir bebiendo hasta sentir el pleno efecto.
Y cuando lo sentí vi el encanto con perfecta claridad.
Siempre me había sentido incómoda y tímida, ahora me sentía audaz y extrovertida.
De repente me resultó fácil hablar con los muchachos, y todos mis problemas no me importaban nada.
No tardé en conocer las consecuencias de beber así, al verme la mañana siguiente castigada por mis padres.
No obstante, quería más de esa sensación que el alcohol me causaba, y empecé a ir de fiesta con mis amigos los fines de semana.
Llegué a ser una buena manipuladora del mundo alrededor mío para poder obtener alcohol.
A menudo, podía contar con los novios de mis amigas, muchachos mayores que yo y dispuestos a comprarnos las bebidas.
Al graduarme de la escuela secundaria me vi enfrentada a decisiones importantes.
Mis padres se ofrecieron para cubrir los gastos de ir a la universidad.
No obstante, aunque seguía negando que tuviera un problema con la bebida, mi conciencia
no me permitía aceptar su dinero, porque sabía que era probable que iba a seguir llevando una vida de juerguista.
Rechacé la oferta y decidí abrir mi propio camino.
Tras cuidadosa deliberación, decidí alistarme a la infantería de marina.
Mis padres no se sentían complacidos con la decisión de su hija menor de alistarse, especialmente después de los eventos del 9/11; pero yo quería ser marine y el día en que cumplí los 18 años, me enrolé.
Después del entrenamiento básico, estuve estacionada en Jacksonville, North Carolina. Esperaba ansiosamente los fines de semana cuando íbamos a las fiestas fuera de la base y bebíamos.
Conocí a un hombre y salí con él un año antes de que fuera destinado a Afganistán.
Estaba desconsolada.
Cuando se fue, recurrí al único instrumento que conocía para lidiar con la situación, el alcohol, y acabé cayendo en una depresión.
Iba de juerga más a menudo y bebía cada vez más.
Una noche, al salir de una fiesta, algunos marines de otra unidad me violaron.
Desmoralizada, volví a acudir al alcohol.
Pero esa vez fue peor que nunca.
Mi depresión se convirtió en desesperación.
Me emborrachaba a menudo y contemplaba la posibilidad del suicidio.
Me sentí muerta de miedo cuando mis superiores comentaron sobre mi forma de beber.
Por la gracia de Dios, me ofrecieron la posibilidad de ingresar en un centro de tratamiento hospitalario.
Me preparé para la ocasión emborrachándome al máximo.
Llegué al centro aturdida y así seguí durante mi estadía.
Era desafiante y todavía no creía que tuviera un problema con la bebida.
Después del tratamiento, me dieron un licenciamiento honroso.
Volví a casa en Missouri donde pasé por episodios de alto consumo de alcohol seguidos por intentos de controlar mi forma de beber.
Podía dejarlo un rato pero siempre volvía a beber.
Me di cuenta de que tenía que hacer algo con mi vida y conseguí un trabajo y me matriculé en la universidad.
Poco después, fui arrestada por conducir bajo los efectos del alcohol y me sentí extremadamente avergonzada.
“Eres como tu padre”, me decía a mí misma. “Nunca volveré a hacer esto”.
Y no lo hice hasta que volví a hacerlo y me encontré arrestada nuevamente por conducir bajo los efectos del alcohol y esa vez con graves problemas legales.
La luz de los tubos fluorescentes brillaba en esa apestosa celda de detención donde estaba sentada en un banquillo de frío metal.
Pero allí fue donde di mi primer paso hacia la recuperación. Incliné la cabeza y recé una humilde oración pidiendo ayuda a mi Poder Superior.
Ese día, algo cambió dentro de mi espíritu.
Pasé un año en procesos jurídicos antes de ser sentenciada, pero no me tomé un trago.
Seguí sin beber dos años antes de volver a sentir el ansia familiar de mi enfermedad.
Esa vez sabía dónde ir.
Encontré una reunión de A.A. para mujeres y atravesé el largo camino hacia la sala.
Al llegar a la puerta, me entró el pánico y consideré brevemente la posibilidad de no entrar.
En ese momento vi acercarse a una mujer y le pregunté:
“¿Sabes dónde está la reunión de A.A.?”.
Con una sonrisa, me dijo: “Sí, allí voy también. Sígueme”.
Allí en la sala escuchaba lo que la gente decía y hacía lo que la gente hacía.
Conseguí una madrina y formé relaciones con otros alcohólicos.
Leí la literatura y empecé a trabajar en los Pasos.
Dejé que otros me conocieran, y sin siquiera darme cuenta, la vida llegó a estar llena de alegría y paz. Mi vida pasada fue un campo de batalla de ruinas alcohólicas.
Hoy opto por vivir un día a la vez con la ayuda de este sencillo programa.
“Mi mayor problema era el concepto ese del Poder Superior”.
Cuando tenía trece años, estaba tan llena de miedo y desesperación que consideré suicidarme. Iba a la iglesia y quería creer, pero no sentía el alivio y la esperanza que otros mencionaban.
Realmente quería morirme.
Entonces comencé a beber y el alcohol me salvó la vida.
EL alcohol hizo por mí lo que yo no pude hacer por mí misma. Pero no lo hizo por mucho tiempo.
A los veintiséis años, había dejado atrás a un hijo, dos maridos, un montón de trabajos y varios novios.
Y estaba otra vez en la misma situación desesperada en que me encontraba cuando era adolescente.
Estaba completamente resignada a morir, porque mi mayor temor era vivir cincuenta años más sintiéndome así.
Unas seis semanas antes de asistir a mi primera reunión, salí brevemente con un hombre que era miembro de A.A.
ÉL me había dejado una copia del Libro Grande sobre la mesa de la sala.
Pensé que me convendría saber algo del programa en el que estaba involucrado, por lo que abrí el libro y comencé a leerlo.
Ese día leí las primeras 164 páginas.
A decir verdad no entendí nada de lo que tendría que hacer si fuera a A.A., pero sí entendí que, quizás, si fuera allí y siguiera las sugerencias, las cosas podrían cambiar.
Fue la primera vez que sentí una verdadera esperanza en mis 26 años de vida.
Mi mayor problema era el concepto ese del Poder Superior.
Para poder beber como yo necesitaba, y hacer todas las cosas que venían aparejadas con ello, no había forma de encajar en mi vida
todas las lecciones religiosas que había aprendido de niña.
Estaba enojada, amargada y llena de resentimientos.
También era una atea militante.
Estaba dispuesta a discutir con cualquiera que pudiera atrapar en un bar sobre la no existencia de Dios.
Todavía le debo enmiendas a esa gente desconocida que tuvo la desgracia de sentarse junto a mí en el bar.
Pero necesitaba creer en A.A.
Comencé a ir a reuniones y a trabajar con una madrina.
A medida que íbamos practicando los Pasos, tuve dificultad con el concepto de Dios.
Mi madrina me preguntó de manera muy simple si creía que A.A. había cambiado su vida y la vida de las personas que había visto en las reuniones.
Yo podía ver que era así.
Otra compañera, que era una católica devota, me dijo que no importaba si creía o no en algún dios, pero sugirió que mantuviera la cabeza en alto y los ojos bien abiertos cuando cerrábamos las reuniones, para que pudiera ver a toda la gente que se había mantenido sobria ese día gracias a A.A.
Eso era evidencia empírica y tangible de que había algo más grande que yo.
Quería estar sobria más que ninguna otra cosa, así que probé todo lo que me sugirieron en las reuniones.
Lo intenté por mucho tiempo.
Pero al igual que cuando iba a la iglesia cuando niña, nunca sentí el alivio y comodidad de los que hablaban los demás.
Pero seguí practicando los Pasos.
Cuando llegué al Paso Doce, mi vida se había vuelto muy diferente.
A través de los Pasos, había logrado un cambio psíquico fundamental.
Tenía mucha fe de que, tal como dice el libro Doce Pasos y Doce Tradiciones, “Los Doce Pasos de A.A.… si se adoptan como una forma de vida, pueden liberar al enfermo de la obsesión por beber y transformarle en un ser íntegro, útil y feliz”.
Seguía siendo atea, pero ya no estaba enojada.
Encontré la paz a través del servicio y el trabajo con los demás.
Al mantenerme sobria, he tenido el privilegio de conocer a personas con una gran fe, tanto dentro como fuera de A.A., y he aprendido mucho de todas ellas.
Debo recordar que cada uno de nosotros tiene su propia práctica espiritual y sus creencias y que nadie es dueño del tipo “correcto” de espiritualidad.
Cuando vine a A.A., me sentí agradecida de encontrar una solución que funcionó para mí.
Ya no quería morirme.
No tengo pavor de vivir hasta vieja, y quiero que toda persona que entre en A.A. encuentre lo mismo que yo.
Mi sobriedad ha sido enriquecida por la diversidad de experiencias espirituales de la gente que me rodea.
He aprendido muchísimo de mi esposo católico, de mi a hijada neopagana, así como de los sacerdotes, rabinos, budistas y musulmanes, que he conocido en recuperación.
En nuestro folleto “Muchas sendas hacia la espiritualidad”, hay una cita del cofundador de A.A. Bill W. de hace más de 50 años.
Describe a la perfección cómo veo la esperanza hoy día.
“Se supone que en A.A. estamos vinculados por una afinidad derivada de nuestro sufrimiento común…
Por consiguiente, nunca debemos intentar imponer a nadie nuestras opiniones personales o colectivas.
Debemos tener, los unos a los otros, el respeto y el amor que cada ser humano merece a medida que se esfuerza por acercarse a la luz.
Intentemos ser siempre inclusivos y no exclusivos; tengamos presente que todos nuestros compañeros alcohólicos son miembros de A.A. mientras así lo digan”.
“EL faltar a mis promesas a mis hijos…”
Mi madre murió cuando yo tenía 12 años, y solía pensar que mi vida habría sido diferente si ella hubiera vivido.
Pero ahora creo que, aun en aquel entonces, mi problema era ya parte de mí misma.
Tenía un fuerte sentimiento de inferioridad y era muy tímida.
Mi padre hacía todo lo que podía para criarme a mí y a mis dos hermanas menores, manteniendo unida la familia hasta que me fui de casa para asistir a la universidad.
ÉL mandó a mis hermanas a un internado.
Puedo recordar el miedo cerval que me entró al ver prepararse a mi padre para dejarme en la universidad.
Yo sabía que no iba a poder lograr conocer y tratar a toda aquella gentes.
Desde el comienzo, era una inadaptada, y así me sentía.
Por ello, los años que pasé en la universidad fueron años de sentimientos heridos, rechazos y ansiedades.
Finalmente logré casarme. Mi marido era un hombre muy guapo, y por esto creí que perdería mis temores y dejaría de estar tan nerviosa con la gente.
Desgraciadamente, no era así, a menos que tomara un trago.
En la universidad, había descubierto que una o dos copas facilitaban la comunicación.
Y tres me hacían olvidar que no era hermosa.
Con el paso del tiempo, tuvimos hijos, quienes para mí significaban todo.
No obstante, me despertaba horrorizada al darme cuenta de que había conducido de aquí a allá durante una laguna mental, con ellos en el coche.
Entonces, mi marido se puso enfermo.
Sintiéndome muy sola y angustiada, tenía que beber, a pesar de que mis hijos, ahora mi marido, dependían de mí.
Nos mudamos a un pueblo pequeño de Massachusetts, para vivir con mis suegros. Tenía la esperanza de que un nuevo círculo social resolvería el problema.
No fue así.
Te puedo asegurar que una persona no se hace querer por su suegra emborrachándose en público en un pueblo pequeño.
Luego nos trasladamos a una vieja casa de campo, difícil de calentar y de cuidar.
Mi marido viajaba frecuentemente, y yo cada vez bebía más.
Una noche fui a un bar a unos cuantos kilómetros de nuestra casa, después de haber encargado a mi hijo de 11 años que cuidara a sus hermanas.
Llevé conmigo a una amiga de edad avanzada.
Uno de los hombres que estaba en el bar se había ofrecido para conducir mi coche hasta mi casa pero le dije en tono beligerante que lo podía hacer yo.
Al acercarnos a la casa, aceleré un poco y chocamos contra un poste.
Mi vecina acabó con los ojos morados.
Sin saberlo yo, el hombre que se había ofrecido para conducir mi coche, nos había seguido en el suyo.
ÉL dispuso para que sacaran el coche de la cuneta y lo remolcaran hasta mi casa.
No se quedó mucho tiempo, pero después de irse, subí la escalera y encontré a mi hijo sentado al lado del conducto de la calefacción, por el que apuntaba con su escopeta de aire comprimido.
“¿Qué estás haciendo?”, le pregunté.
“No estaba seguro, mami”, me respondió, “pero me parecía que tal vez necesitabas ayuda”.
En este momento, me sentí como si hubiera llegado al punto más bajo.
Tengo la convicción de que tiene que haber alguna motivación que nos haga querer ponernos sobrias, y para mí, estoy segura de que esta motivación me la dieron mis hijos.
Nunca olvidaré la fiesta que tuvimos al celebrar el cuarto cumpleaños de mi hija.
Al llegar el día, las madres, acompañadas de sus hijas, se presentaron en mi casa.
Al verme, decidieron quedarse a la fiesta.
Estaba tan borracha que no se atrevieron a dejar a sus hijas a solas conmigo.
Fue esto, el faltar a mis promesas a mis hijos, lo que finalmente me hizo darme cuenta de que ya no podía vivir más conmigo misma.
Acudí a A.A. buscando ayuda.
Como la mayoría de la gente, tenía multitud de ideas erróneas referente a lo que encontraría cuando llegara a una reunión.
Creía que todos los alcohólicos eran personajes de ínfima clase.
En mi primera reunión, me sorprendió ver a mucha gente que reconocía como miembros respetables de la iglesia.
Aún más importante, la primera vez que entré a una reunión de A.A., experimenté esa sensación maravillosa de pertenecer.
Al conversar con la gente, descubrí que no era la única persona que había hecho las cosas que hice y herido a las personas a las que yo más quería.
Había tenido miedo de estar volviéndome loca.
Me llenó de gratitud el enterarme de que el alcoholismo es una enfermedad triple, que había estado enferma mental, física y espiritualmente.
Durante mis primeros años como miembro, tuve dificultad en asistir regularmente a las reuniones de A.A.
Mis hijos eran todavía pequeños, y a menudo era difícil encontrar a alguien que pudiera venir a mi casa a cuidarlos.
No obstante, desde la primera reunión, me enamoré de A.A., y supe que, de alguna forma, iba a encontrar la solución a través de este programa.
Aunque no encontré todas las soluciones al mismo tiempo, he ido encontrándolas poco a poco.
Al principio, era todavía tímida, cohibida, envuelta en mí misma de forma que me era difícil extenderme y coger la mano que me ofrecían tan generosamente.
Con el tiempo, a través de los Doce Pasos de A.A., logré darme cuenta de que, si aceptaba el amor que me ofrecían tan abiertamente, podría aprender, a través de A.A., a sentirme cómoda con la gente.
Para mí, éste fue un adelanto tremendo y me condujo hacia uno de los regalos más grandes que A.A. me ha dado: el de dejar de tener miedo.
EL miedo siempre había dominado mi vida, miedo a la gente, a las situaciones, a mis propios defectos.
En A.A. he aprendido a tener confianza, y a vivir sin temor.
“Era insaciable, vacía adentro, buscando la felicidad en el fondo de la botella”.
Mi nombre es María y soy alcohólica.
Gracias a Alcohólicos Anónimos y por la gracia de Dios no he tenido que tomar un trago de alcohol en 21 años.
Bebí por primera vez el día en que cumplí 16 años de edad, que por casualidad fue el mismo día en que me casé.
Inmediatamente me gustaron los efectos que el alcohol producía en mí.
Por naturaleza, soy una persona tímida y callada; no obstante, el alcohol me dejaba hacer cosas que no me podía imaginar hacer cuando estaba sobria.
Por haberme criado en un barrio integrado de Queens, Nueva York, no me di realmente cuenta de que era una mujer negra, hasta que me trasladé a Chicago.
No era un hecho que pudiera cambiar, y sólo hizo que me sintiera más resuelta a ser alguien.
Bebí solamente durante cinco años, pero al echar una mirada en retrospectiva, es aparente que bebía alcohólicamente desde el mismo principio.
Cuando bebía, otra personalidad asumía su dominio sobre mí una personalidad que no me caía bien.
Tengo tres hijos.
Uno nació durante las últimas etapas de mi enfermedad, y hoy, me parece, se nota la diferencia en su personalidad.
Durante mis años de bebedora, era infiel a mi marido.
Le echaba la culpa de mi infelicidad a él, o al hecho de que era demasiado joven cuando me casé.
Era insaciable, vacía adentro, buscando la felicidad en el fondo de la botella.
No frecuentaba los bares.
La mayoría de las veces, bebía en casa.
EL trabajo de mi marido le requería ausentarse a menudo de la ciudad.
Esperaba unos treinta minutos después de que él salía de la casa, y luego me dirigía al almacén de licores, compraba mi suministro, me volvía a casa y bebía sin tregua hasta perder el conocimiento.
Me hundía en lo que más tarde aprendería a reconocer como “una racha de autocompasión”, llamaba a mis amigos para invitarles a una fiesta.
Sin embargo, al poco rato, estos sentimientos se convertían en remordimientos y culpabilidad.
No tenía ni siquiera la sospecha de que era alcohólica.
No sabía lo que significaba ser alcohólica.
Creía que mi marido causaba todos mis problemas, y decidí divorciarme.
Una tarde, sentada en el sillón escuchando la radio o mirando la TV, no puedo recordar el qué, oí una voz que decía: “Si tienes un problema con la bebida, llama a este número”.
Me habían dicho que bebía en demasía — ¿Por qué no llamar? Si el locutor hubiera dicho, “Si eres un alcohólico…”,
nunca habría telefoneado.
Por curiosidad, telefoneé.
Una mujer muy amable me preguntó si
necesitaba ayuda para un problema con la bebida; me preguntó si podía mantenerme sobria durante 24 horas, y le respondí que no.
Me dijo que cualquier persona podía mantenerse sobria durante 24 horas.
Me sentí ofendida y colgué.
Yo también era una de esas “alcohólicas lloronas”, así que naturalmente volví a llorar.
Al día siguiente, me desperté, empecé a beber y me acordé de haber llamado a A.A. el día anterior y me decidí a llamar otra vez.
Hablé con la misma mujer, me propuso hacer que alguien me llamara y me llevara a una reunión. Rehusé ir, colgué, lloré y volví a beber.
Llamé otra vez, y le pedí que me enviara a alguna información.
Lo hizo, la leí, le llamé de nuevo y me dijo dónde se efectuaba la reunión.
Era una reunión abierta.
Pedí a una vecina que me acompañara esa noche.
Un señor estaba hablando.
No recuerdo nada de lo que se dijo, excepto que una mujer me dio un “paquete de principiantes” que contenía nombres, y me pidió que llamara a alguien antes de tomar la próxima copa.
También me dijo que siguiera viniendo.
Esto ocurrió hace 21 años. Siempre he creído en Dios.
En A.A. lo llamamos un Poder Superior, y por eso me era fácil aceptar este aspecto del programa.
Me dijeron que pidiera la ayuda de mi Poder Superior cada mañana y que le diera gracias cada noche.
En A.A. existen solamente sugerencias, no reglas, y esto me conviene.
Me parecía que siempre me habían dicho lo que tenía que hacer, y esto, para mí, no funcionaba bien.
Hoy asisto a las reuniones para recordarme a mí
misma que, a pesar de haber mantenido mi sobriedad durante algunos años, sólo un trago me separa de la próxima borrachera.
Alcohólicos Anónimos me ha deparado la posibilidad de reanudar mis estudios, algo que siempre he deseado hacer.
En un plazo de algunos meses, me otorgarán mi título superior en psicología.
Cosas así sólo pueden ocurrir en A.A.
Los instrumentos se encuentran disponibles allí; no tenía que hacer más que mantenerme sobria y utilizarlos.
Hoy, como consecuencia del programa de A.A., he vuelto a ser responsable.
Tengo un buen trabajo que me permite compartir una parte de mí misma tanto con los alcohólicos recuperados como con los que aún están sufriendo.
Para mí sigue funcionando, un día a la vez.
“Traté de beber hasta morir... y traté de bloquear lo miserable y adolorida que me sentía”.
Una de las promesas del Libro Grande habla de no lamentarse por el pasado ni desear cerrar la puerta que nos lleva a él.
Mi pasado estaba lleno de vergüenza, degradación y pérdidas terribles causadas por mi alcoholismo.
Pero cuando una madrina llena de amor me guió por los Pasos, experimenté el perdón, tanto divino como humano.
EL dolor más grande resultante de mi alcoholismo fue la pérdida de mi bebé.
Tomé la decisión de entregarla en adopción antes de que ella naciera.
Mi forma de beber estaba fuera de control antes de mi embarazo, y la única razón por la que no bebí mientras estuve embarazada fue porque el alcohol me caía mal.
Pasé los nueve meses seca y llena de odio hacia mí misma, vergüenza, depresión y una culpa terrible.
Había recurrido a una agencia de adopción que, en ese entonces, no me ofreció ningún tipo de asesoramiento.
Me despertaba cada día con una sensación de total incertidumbre.
No me sentía capaz de criar a una niña por mi cuenta, y en el fondo no sentía que mereciera una hija porque yo era una mala persona.
Cuando nació, la tuve en mis brazos por unos momentos hasta que partió para su nuevo mundo.
Cuando se la llevaron, parte de mi alma murió.
Durante los siguientes ocho años, traté de beber hasta morir y traté de bloquear lo miserable y adolorida que me sentía.
No era capaz de mantener relaciones, trabajos, sueños, planes y, más adelante, no pude mantener nada.
Mi enfermedad progresó rápidamente y me metí de lleno en una botella de vodka.
Mi familia me ofreció dinero para que me fuera.
Me arrestaron; mis amigos vivían sentados en bares sucios y oscuros; yo pasaba como un torbellino por las vidas de mucha gente inocente, y dejaba destrucción a mi paso.
Perdí toda esperanza. Cada vez que veía a un niño pensaba en mi hija.
Me preocupaba por su seguridad y vivía sumida en la autoconmiseración por haber tomado la decisión de darla en adopción.
Era una mártir borracha, algo horrible de ver.
Parecía haber perdido todo lo importante en mi vida.
Es sólo por la gracia de Dios que estoy sobria hoy día, y estoy agradecida de ser miembro de Alcohólicos Anónimos.
En A.A., encontré la oportunidad de enfrentar la verdad en todas las áreas de mi vida.
Cuando llegué al programa, supe de corazón que había llegado a mi destino.
Por primera vez en mi vida me sentí segura.
Desesperadamente quería mantenerme sobria y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que me dijeran.
Sin embargo, como era una egomaníaca carente de autoestima, me resistí a hacer un inventario.
Finalmente llegó el día. O me ponía a escribir un Cuarto Paso y a compartirlo con mi madrina, o me pondría a beber.
Mi mayor secreto era la pérdida de mi hija.
Finalmente pude sacar todo afuera, pero la herida tardó años en cicatrizar.
Muchas veces creí que me había perdonado a mí misma, pero la vergüenza y
la culpa perduraban. Sentía un vacío en el corazón que no podía llenar con nada.
Mi mayor problema era resolver mi conflicto interno.
No podía entender cómo alguien, incluyéndome a mí, podía abandonar a una hija.
Mi marido y yo nunca tuvimos hijos porque yo creía que no merecía tener otro bebé.
Mi egoísmo tuvo un costo enorme para mucha gente.
Una noche estaba sentada en una reunión sobre el Octavo Paso, cuando alguien dijo que, a medida que pasaba el tiempo, seguía agregando nombres a su lista de enmiendas con la intención de volverse más sincero en la recuperación.
Inmediatamente pensé en mi hija y que no había sabido cómo hacer enmiendas, ya que no tenía idea de dónde estaba.
La acción que emprendí fue llamar a la agencia de adopción y solicitarles que pusieran información sobre mí en sus archivos.
Yo no quería buscarla, pero quería que ella pudiera saber quién era yo si algún día se decidía a buscarme a mí.
Me enviaron un formulario legal para llenar, y lo retuve durante varios años.
EL miedo de que ella fuera a odiarme fue muy grande durante mucho tiempo.
Finalmente llené el formulario, escribí una carta sobre mí misma a mi hija, y adjunté algunas fotografías.
Dos años más tarde, recibí una llamada de la agencia de adopción.
“Pat, hoy es un gran día”, dijo la mujer. “Su hija quiere hablar con usted, y quiere conocerla”.
Agendamos una llamada para esa misma noche y me pasé el resto del día llorando.
Mi madrina de A.A. y mi madrina de otro programa vinieron a mi departamento para apoyarme.
Recé pidiendo recibir orientación y fortalezas.
Sonó el teléfono y escuché su voz, que sonaba bastante parecida a la mía.
Contesté sus preguntas y así comencé una relación que es increíblemente maravillosa.
Ella es una hermosa mujer, dotada de un corazón y un alma capaces de perdonar.
La idea que tenía sobre sus sentimientos era completamente equivocada.
Nunca sintió nada por mí que no fuera amor y curiosidad.
Su madre adoptiva y yo tenemos una excelente relación y hemos
pasado tiempo juntas. Ella hizo una gran labor al criar a mi hija y tengo con ella una inmensa deuda de gratitud.
EL agujero en mi corazón se ha llenado y hoy rebosa de amor.
Nada de esto hubiera sido posible sin el otro regalo que recibí en la vida: la sobriedad y el programa de Alcohólicos Anónimos.
Siento el perdón divino y a veces siento que soy la mamá más afortunada del mundo.
Recientemente, recibí una tarjeta de ella que decía: “Soy muy afortunada porque tengo dos madres maravillosas”.
“No podía mantenerme sobria porque no estaba dispuesta a ser sincera”.
Vine a AA por primera vez hace 22 años cuando yo tenía 19.
Era una muchacha joven y tenía miedo.
Estaba en guerra conmigo misma y con el mundo entero.
La ira echaba leña al fuego de mi guerra y cubría mis temores.
Cuando trataba de conseguir la sobriedad, el coraje lo hacía difícil porque yo resistía las sugerencias que me hacían, a veces sin ambages y otras veces con finura.
Yo sabía que mi vida estaba fuera de control, pero aún así no me daba cuenta de mi impotencia.
No podía ceder mi voluntad.
Mi relación con Dios, según yo lo concebía, estaba bien afectada. Antes de acudir a AA, yo había tomado el camino de la religión, pero sin dejar de beber.
En AA, escuchaba los conceptos que otra gente tenía de un Poder Superior.
Me esforzaba por creer que yo le importaba a Dios y que Él me quería.
Hacía mucho tiempo que tenía coraje con Dios y toda la vergüenza que sentía me alejaba de Él aún más.
En los primeros días de mi recuperación, me callaba todo lo que sentía y llevaba una máscara.
Yo estaba negando la realidad y no podía ver lo que yo era.
Una de las formas más fáciles de eludir el mirarme a mí misma era entablando una relación.
Empecé a salir con un alcohólico en recuperación y nos casamos.
Después de estar sin tomar como por cinco años, empecé a beber de nuevo.
No podía mantenerme sobria porque no estaba dispuesta a ser sincera.
Había trocado mi obsesión con el licor por la obsesión con una relación.
Gracias a la sobriedad, he podido darme cuenta de que las relaciones requieren la comunicación, la honestidad, el amor, el dar y recibir.
No se supone que sean una distracción de la vida.
Mi depresión crónica estaba detrás de todo esto.
Desde que me metí en AA, muchas veces me han internado en el hospital psiquiátrico, me han asignado un permiso por discapacidad y he recibido TEC (terapia por electrochoque).
Siendo un depresor, el licor sólo había empeorado mi depresión, que ya era severa.
Me tomó muchos años ser franca conmigo misma y reconocer eso.
He tenido que aceptar que siempre tendré que tomar medicamentos.
En la sobriedad, era fundamental aceptar éste y otros aspectos de mi vida.
Tenía que ser sincera acerca de mi depresión y de mi orientación sexual.
En algún momento, le dije a mi esposo que yo pensaba que era homosexual.
Yo sabía que era verdad, pero quería restarle importancia.
Lo cierto era que los dos nos sentíamos infelices.
Yo empecé a tener tendencias suicidas y ya tenía pensamientos homicidas.
Por eso volví a parar en el hospital psiquiátrico.
Mi esposo y yo nos separamos y luego nos divorciamos.
Estando en este programa me vi obligada a crecer.
Llegó un momento en que le dije a alguien que yo “era física y mentalmente incapaz de ser sincera”.
Me respondió sin ambigüedades que no era cierto.
Todas la semanas me preguntaba cómo me sentía y le recitaba toda una letanía de aflicciones.
Ella me contestaba, “¿Has bebido hoy?” Y yo le decía, “No”.
Luego ella me recordaba, “Pues entonces hoy es un buen día”.
Todavía acepto mi impotencia ante la bebida, mi depresión y mi orientación sexual.
Pero ahora puedo aceptarme a mí misma tal como soy.
Me he dado cuenta de que Dios siempre estuvo presente y sigue presente en mi vida para servirme de guía.
Me quiere sin importar lo que yo haya hecho, y en el día de hoy trato de hacer Su voluntad.
Este Dios, según yo lo concibo, me quiere como lesbiana.
No soy la mujer solitaria, diferente y temerosa que era antes.
Ahora, con nueve años seguidos de sobriedad en mi haber, puedo compartir mi experiencia, fortaleza y esperanza con los demás.
Puedo servir de ejemplo de que la recuperación es posible a pesar de lo que te depare la vida.
“Creía que pronto se me agotaría la suerte… No quería terminar en la cárcel”.
Mi padre nació en México.
Mi madre nació en Laredo, Texas.
Mis padres se casaron y a los tres meses nací yo en San Antonio.
Mi mamá daba a luz casi todos los años, teniendo un total de seis hijos.
Cuando yo era una niña pequeña, un día mi papá me llevó a acompañarlo a la barra del pueblo. Me dio un trago de su jarra.
Me explicó que yo tenía que quedarme muy quieta para no caerme del taburete y se fue al cuarto de baño.
Mientras él estaba allí, tomé su jarra de cerveza y bebí.
Desde ese primer trago, una vez que empezaba, nunca podía tomar lo suficiente para saciar el asombroso impulso de beber más.
Cuando tenía siete años, mis padres decidieron que teníamos que mudarnos.
Hacía tiempo que habían estado hablando de eso, y una noche llegó una gente a casa.
Dijeron que tenían trabajo para ellos en Garrison.
Uno de mis padres llamó y habló con el patrón en potencia, quien dijo que con gusto le daría un trabajo a mi papá también.
Le daban la bienvenida a toda la familia, así que nos mudamos.
Ninguno de los dos dominaba el inglés, pero por lo general mis padres se daban a entender.
Sin embargo, yo no sabía ni una palabra de inglés.
Debido al obstáculo de la lengua, me era bien difícil aprender.
Mi familia se mudó de nuevo cuando yo tenía ocho años, esta vez a Houston, donde me pusieron en una clase de ESL (inglés como segunda lengua).
Muchos de los niños se burlaban de mí.
Me insultaban y se metían conmigo todo el tiempo.
Cuando empecé en la escuela intermedia, hice una amiga que me enseñó a vestirme a la moda popular.
Empezaron las suspensiones de la escuela por peleas y ausentismo.
También empecé a beber cerveza, fumar cigarrillos y usar inhalantes.
A los doce años, leí una carta en la sección de consejos de un periódico escrita por otra niña de doce años que decía que su papá se metía en su cuarto a altas horas de la noche y la manoseaba.
Yo no lo podía creer porque eso mismo me estaba pasando a mí en mi casa.
En la columna, le aconsejaban a la niña a acudir a una consejera en la escuela, a su mamá o a la policía.
Yo pensaba que no podía decírselo a mi mamá, así que fui a ver una consejera en la escuela.
Ella llamó a la policía. Me pidieron que identificara a mi papá y lo detuvieron.
Como él nunca había tenido problemas con la justicia, sólo le dieron cinco años de libertad condicional.
También le ordenaron mudarse de casa inmediatamente.
Mi mamá seguía preguntándome si era cierto, mientras que mi papá insistía en que no había hecho nada malo.
Yo no podía entender cómo era posible que ella dudara de que yo estuviera diciendo la verdad.
Por supuesto que se corrió la voz de lo que había pasado por toda la escuela y, en general, por todo nuestro vecindario.
Abatida por el sentimiento de culpa, la vergüenza y la confusión, empecé a beber cada vez más.
Quería olvidar lo que había pasado.
Los muchachos, que supuestamente eran amistosos conmigo antes, trataron de insinuárseme a mí.
Mi mamá no me apoyó.
Cuando ella ya estaba tan abrumada por tener que encargarse de todo para nosotros, le daba con decir, “¡Si no hubieras abierto la bocaza, tu papá todavía estaría aquí ayudándome!”.
Estas palabras de mi propia madre me han venido persiguiendo por muchísimo tiempo.
Empecé a fugarme de casa, la primera vez con mi novio, que tenía 23 años.
Vivíamos en Galveston, Texas, y bebíamos y tomábamos drogas juntos.
Nos metíamos en unas peleas horribles.
ÉL me daba tremendas palizas.
Después de unos ocho meses, volví a casa y regresé a la escuela.
A los dos años me puse a trabajar de bailarina exótica.
Me embaracé fuera del matrimonio cuando tenía 18 años de edad.
Para ese entonces, solía irme de casa sin intención de volver.
O perdía el conocimiento en algún lugar o me detenían por estar “bajo la influencia”.
Yo pensaba que pronto se me iba a acabar la suerte y quedaría detenida por mucho más tiempo que unos pocos días.
No quería terminar en la cárcel.
Todas las relaciones significativas que tuve después de mi primera relación sexual eran iguales.
Yo tenía un talento para escoger a verdaderos perdedores, como mi padre.
Todos eran delincuentes convictos, alcohólicos, drogadictos y abusadores.
Ni hablar de que yo pensaba muy poco de mí misma.
Después de que nacieron mis otros tres hijos, conseguí la sobriedad a través de Alcohólicos
Anónimos.
En la sobriedad, he pasado por muchos tiempos duros, con mis hijos y con todas las responsabilidades que conlleva conducir la vida de acuerdo a sus exigencias.
Mi hija mayor todavía vive con mi mamá, pero está muy orgullosa de mí.
Mi vida ahora de verdad que va muy bien comparado con lo que era antes. ..
EL casero no me está amenazando con echarme fuera.
Cuando voy a una casa de empeño, es para comprar algo, no a empeñar mis cosas para poder emborracharme.
Y cuando la policía me detuvo en la carretera recientemente, de verdad que me dio una multa de tráfico y me dejó regresar a mi auto.
¡Qué bien diferente a como era antes!.
EL solo hecho de tener un auto me asombra.
Cuando yo tomaba, vendí mi auto porque la bebida era más importante para mí.
Gracias a Dios que encontré AA.
“Durante mi carrera alcohólica había amenazado a pacientes, había estado borracha en el trabajo, había pensado en asesinar”.
Soy alcohólica.
Soy también una enfermera titulada, una soltera que goza de muchas actividades.
Pero no fue siempre así.
He mantenido mi sobriedad en Alcohólicos Anónimos durante algo más de cinco años, y éstos han sido los años más felices de mi vida.
Antes de recurrir a A.A., llevaba un año seca, por miedo de sufrir otro ataque de DT (delirium tremens).
Había jurado que nunca tomaría otro trago, porque sabía que nunca podría salir de otra borrachera como lo hice durante la semana entre el día de Navidad y el de Año Nuevo de 1977.
EL día de Navidad, por la mañana temprano, conduciendo borracha y bajo los efectos de la droga, rompí un poste telefónico y destrocé mi coche, no por primera vez.
En la sala de urgencia, ofensiva y sin deseo de cooperar (todavía con mi uniforme) rechacé los cuidados médicos hasta la mañana siguiente, en que pudiera ser admitida sin alcohol u otras drogas en mi organismo.
En aquel entonces, que yo recuerde, bebía diariamente, y tomaba cualquier sustancia que podía conseguir, con o sin receta.
Después de ser dada de alta, mi irritabilidad y nerviosismo y mis temblores cada vez más intensos se convirtieron en verdaderas alucinaciones, acompañadas de un creciente horror de lo que estaba experimentando.
No podía volver al hospital en donde estaba empleada, y mi familia ya no podía aguantar mi conducta antisocial.
Durante otro año entero fui tocando fondos consecutivos, una sustancia a la vez; pero no hubo ningún cambio en mi enfoque sobre la vida.
Para mí, la recuperación empezó cuando dejé de tomar drogas y comencé a hacer esfuerzos para mejorar.
Empezó cuando asistí por primera vez a una reunión de A.A.
Era una niña tímida, hipersensible, obesa, y poco segura de mí misma.
Buscaba consuelo en los libros y en el papel de “madrecita”.
Recuerdo que me sentía importante cuando papá me dejaba pedir sorbitos de su cerveza.
Me gustaban sus efectos.
La primera vez que, bebiendo, perdí el conocimiento y sufrí una laguna mental, tenía 13 años.
Me parecía como si la única forma en que podía apaciguar mi sentimiento de inferioridad y mi criticona conciencia fuera estar borracha.
En la escuela, me consideraban una compañera agradable, una de las que haría todo por sus amigas.
Complacer a los demás me causó muchas penas, especialmente en mi profesión, hasta que aprendí a decir no a la primera copa.
Para mí, ponerme el uniforme blanco significaba dar rienda suelta a “la enfermera prodigiosa”.
Sin uniforme, estaba muy metida en la contracultura hippie.
Para compensarlo, tenía que ser un dechado de perfección en mi trabajo, como la famosa Florence Nightingale.
Siempre me ponía furiosa la incompetencia que veía a mi alrededor, segura de que yo era la única persona que hacía el trabajo.
Con toda esta ira y sentimientos de mártir, tenía que emborracharme después del trabajo para desfogarme. Necesitaba un empleo para costear mi adicción, y la profesión de enfermera representaba la única cosa respetable que poseía.
Durante mi carrera alcohólica, que duró 12 años había amenazado a pacientes, había vendido drogas a niños, tomado una sobredosis, había sufrido dos abortos provocados, y bebido hasta caerme sin sentido en los bares.
Olía mal y había engañado a mi amiga más fiel, y la última que me quedaba, conducía cuando estaba demasiado borracha para andar a pie.
Destrocé algunos coches, y la policía me detuvo muchas veces. Mis Hermanos (As). Cómo Siempre esté es un Breve Mensaje de su Páginas Hablando de Alcoholismo y Drogas Mis Hermanos (As). Feliz 24 Horas.