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Las mujeres en alcohólicos anónimos

Las mujeres en alcohólicos anónimos

¿Tienes un problema con la bebida?.

A muchas de nosotras nos puede ser difícil admitir y aceptar que tenemos un problema con el alcohol.

A veces el alcohol parece ser la solución de nuestros problemas, la única cosa que nos hace la vida tolerable.

Pero, si al considerar nuestras vidas francamente, vemos que los problemas parecen surgir cuando bebemos, problemas en la casa, en nuestro trabajo, problemas de salud, problemas con nuestras familias e incluso en nuestras vidas sociales, es más que probable que tengamos un problema con la bebida.

En Alcohólicos Anónimos, hemos aprendido que cualquier persona, dondequiera que esté, sean cuales sean sus circunstancias personales, puede padecer de la enfermedad del alcoholismo.

También hemos aprendido que toda persona que desee dejar la bebida puede encontrar ayuda y recuperación en Alcohólicos Anónimos.

No estás sola. Las historias publicadas en este folleto relatan las experiencias de 12 mujeres, todas alcohólicas que han encontrado la sobriedad y una nueva manera de vivir en Alcohólicos Anónimos.

Estas historias representan su experiencia, fortaleza y esperanza.

No importa nada si tienes 16 ó 60 años de edad, si eres rica o pobre, graduada de universidad o

desertora escolar, una ejecutiva o un ama de casa, una paciente en una institución de tratamiento, presa en una institución carcelaria, o sin hogar.

Puedes obtener ayuda, pero tú tienes que tomar la decisión de pedirla.

Si crees que tienes un problema con la bebida, es posible que te identifiques con las experiencias compartidas en estas historias.

Esperamos que descubras, como estas mujeres han descubierto, que eres bienvenida en Alcohólicos Anónimos, y que tú también puedes encontrar una nueva libertad y una nueva felicidad en esta forma de vida espiritual.

“Se iba arraigando la desesperación...”

La policía estaba nuevamente llamando a la puerta.

Yo ya había empezado mi segunda botella de vino, emborrachada y en violación del mandato del tribunal familiar de no beber nada en presencia de mis hijos.

Ya llevaba doce años como madre divorciada, principal cuidadora de tres muchachos.

Seis meses antes, su padre pidió un cambio de custodia principal y la familia se encontró involucrada en una contenciosa evaluación de custodia.

La razón alegada por su padre era sencilla: yo era una madre borracha abusiva.

Poco antes de llegar la policía, rellené mi taza de café con el vino barato que tenía escondido en mi armario, y fui por el pasillo para ver lo que estaban haciendo mis hijos.

Descubrí que uno de ellos, al que yo había dicho que fuera a su dormitorio específicamente para hacer sus deberes escolares, no me había hecho caso.

Allí estaba descaradamente jugando con sus juguetes.

Cuando empecé a gritarle en una rabia de borracha, ya se hartó.

Se puso de pie y me echó de la sala a empujones.

Me caí hacia atrás por el pasillo chocando contra la puerta del lavadero que se salió de las bisagras.

Los tres muchachos salieron de la casa para espe￾rar afuera, dejándome sola, amoratada, sentada en

el suelo preguntándome cómo podría haber llegado a este estado.

No recuerdo mucho de lo que los policías me dijeron esa noche, pero una frase tuvo en mí un impacto profundo y la llevo todavía conmigo grabada en la mente: “He visto a muchas madres que prefieren abrazar una botella a abrazar a sus hijos. No quieres ser esa madre”.

Ese policía tenía razón.

Yo no quería ser esa madre, pero no obstante sí lo era.

No pude conciliar el sueño esa noche según se iba arraigando la desesperación y esas palabras se iban repitiendo en mi mente.

A la mañana siguiente, después de llevar a mis hijos a la escuela, decidí buscar ayuda y llamé a una mujer conocida que había logrado su sobriedad con la ayuda de A.A.

Sin más, ella dejó de hacer lo que estaba hacien￾do y me llevó a mi primera reunión de A.A.

Los muchachos no volvieron a casa ese día, ni en días futuros durante mucho tiempo.

La bebida me había costado la custodia de mis hijos y sabía que si me tomaba otro trago, me costaría muchísimo más.

No sabía cómo dejar de beber, pero parecía que los miembros de A.A. habían encontrado una solución.

Cuando me sugirieron que asistiera a 90 reuniones en 90 días, asistí a 90 reuniones en 90 días.

Me sugirieron que consiguiera una madrina y lo hice.

Cuando después de la reunión me quejé por haber perdido a mis hijos, me dijeron que todo acabaría bien si no tomaba un trago.

Creía lo que me decían y creía que este programa podría funcionar para mí también.

Así que me quedaba después de cerrar la reunión para lavar las tazas, arreglar las sillas, limpiar las salas.

Asistía a muchas reuniones y, por la gracia de Dios, desde esa tarde, hace más de siete años, no me he tomado ni un trago.

Pasé mi primera Navidad sobria con mis hijos, en una visita supervisada.

Ese fue mi primer paso para reconstruir las relaciones erosionadas por años de beber.

Ha cambiado mucho desde entonces, y todo positivo.

Mis hijos hoy son jóvenes adultos y tenemos una relación sólida y cariñosa.

En el pasado solían mirar a su madre con desilusión y disgusto, ahora me pueden ver de otra manera: sobria, alegre, libre.

Gracias, Alcohólicos Anónimos, por el don de la sobriedad que se me ha dado.

“Solía sentirme avergonzada de mi historia”.

Mis padres vinieron a los Estados Unidos para escapar la guerra de Vietnam y empezaron de cero.

A fuerza de duro trabajo y determinación, mi padre logró graduarse de la universidad y llegó a ser un ingeniero exitoso y mi madre tuvo una maravillosa carrera como funcionaria de la administración municipal.

Crecí en una familia asiática muy estricta y soy miembro de la primera generación de mi familia nacida en Estados Unidos.

No me permitían pasar la noche en la casa de una amiga, ni participar en deportes y me obligaban a sacar sobresaliente en todo.

Ya sé que mis padres querían prepararme para un buen futuro en América.

Me amaban, querían lo mejor para mí, e hicieron lo que les había funcionado a ellos.

Creían que una firme voluntad, duro trabajo, educación y disciplina, me servirían para salir adelante.

Y ni pensar en pedir ayuda nunca, es una señal de debilidad.

Era como una dictadura en mi casa; mi padre era el proveedor y lo que él decía era la ley.

Se prohibían las preguntas. A esa edad no me podía explicar por qué todos

mis amigos tenían familias cariñosas y amables, mientras a mí me habían tocado padres que nunca hablaban con migo ni me permitían hacer nada.

Yo era una adolescente rebelde, y hacía todo lo que podía para romper las “reglas” impuestas por mis padres.

Me sentía muy enojada con ellos por las circunstancias de mi niñez. No obstante, no empecé a beber alcohol hasta matricularme en la universidad, y pronto me enamoré de la bebida.

EL alcohol me convirtió en “una parte de una chica divertida, social y desinhibida”, así que me lancé de lleno a toda velocidad.

Empecé a usar drogas y la diversión no duró mucho.

Con drogarme y beber a tan acelerado ritmo, me encontré en circunstancias muy arriesgadas.

A la edad de 22 años, fui drogada y agredida sexualmente.

Se derrumbó mi mundo, me odiaba a mí misma, no tenía confianza en nadie, y mi forma de beber llegó a ser descontrolada.

Durante dos años, mi padre me repudió diciendo que estaba causando deshonra a la familia.

Dejé de usar las drogas, y el alcohol se convirtió en el único medio que tenía para escapar el intenso odio, la vergüenza, el disgusto y la depresión que sentía cuando recuperaba la sobriedad.

La locura de la enfermedad es ésta: bebía para dejar de odiarme a mí misma, pero cuanto más bebía, más me odiaba.

No podía poner fin al interminable ciclo.

No sabía que el alcoholismo era una enfermedad y creía que era simplemente un ser humano muy débil porque no podía dejar de beber.

Todo lo que quería era la paz y fui tras ella varios años sin nunca alcanzarla.

Pasé por un intento de suicidio fallido, fui acusada de conducir bajo los efectos del alcohol, tuve múltiples visitas a la sala de emergencia, me ingresé en un centro de rehabilitación y me encontré confinada involuntariamente en una institución psiquiátrica.

Me tomé muchos medicamentos y me sometía terapia durante varios años.

Sufrí de pancreatitis aguda a causa de la bebida, y un día entré en shock con fallo renal y pulmonar.

Pasé 34 días en el hospital, caminando con un andador ortopédico y un tanque de oxígeno.

Esa experiencia me dio un susto tan grande que no bebí nada alcohólico durante un tiempo.

Pero soy alcohólica.

Pasados nueve meses sin alcohol y sin un programa, mi salud mejoró, pero la enfermedad se apoderó de mí nuevamente.

En un plazo de dos semanas me encontré de nuevo en la sala de emergencia.

EL médico me dijo que, debido a la pancreatitis, me moriría si volvía a beber.

Por fin llegué a entender que soy una alcohólica desahuciada. Así que tomé la decisión de entregarme al programa de A.A.

Asistía a las reuniones sólo con el deseo de dejar de beber pero al poner los Pasos en práctica he obtenido mucho más.

Tengo ahora una buena relación con mis padres.

La enfermedad derrumbó los muros y nos obligó a ser francos y sinceros los unos con los otros.

Tiene que ser una experiencia devastadora ver al alcohol destruir la vida de una hija.

Hoy día mis padres son mis más firmes sostenes, junto con mi marido no alcohólico, que tiene un gran amor para con A.A. y ha abrazado el programa conmigo.

Tengo una carrera muy prometedora haciendo lo que más me encanta.

Tengo un buen concepto de mí misma, paz en el alma y alegría en el corazón.

Mi mundo ya no es gris, sin propósito.

He aprendido a ser una buena empleada, esposa, hija, hermana y miembro útil de la sociedad.

EL remordimiento, el temor, el odio de mí misma y la angustia mental ya no rigen en mi vida.

Se me ha quitado la obsesión por beber.

Sé quién soy en el fondo, lo que me vale y lo que defiendo, me amo a mí misma.

La relación que tengo con mi Poder Superior es inquebrantable y no cambiaría nada de mi pasado.

Le debo la vida al programa de A.A.

Solía sentirme avergonzada de mi historia y ahora la cuento libremente con la esperanza, de que mi experiencia, fortaleza y esperanza puedan ayudar a otra persona que está luchando por mantenerse sobria.

“Podía dejarlo un rato pero siempre volví a beber”.

Como joven muchacha africana-americana, hice una promesa solemne de no beber alcohol nunca después de ver a mi padre volverse beligerante cuando bebía.

Pero una noche, cuando tenía 16 años de edad, decidí investigar lo que el alcohol podría tener de especial.

Un amigo me ofreció un trago en una fiesta, dudé un momento en probarlo.

Y luego, ¡qué mal sabor! No me podía explicar por qué le gustaba tanto a la gente.

Así que, como legítima borracha, decidí seguir bebiendo hasta sentir el pleno efecto.

Y cuando lo sentí vi el encanto con perfecta claridad.

Siempre me había sentido incómoda y tímida, ahora me sentía audaz y extrovertida.

De repente me resultó fácil hablar con los muchachos, y todos mis problemas no me importaban nada.

No tardé en conocer las consecuencias de beber así, al verme la mañana siguiente castigada por mis padres.

No obstante, quería más de esa sensación que el alcohol me causaba, y empecé a ir de fiesta con mis amigos los fines de semana.

Llegué a ser una buena manipuladora del mundo alrededor mío para poder obtener alcohol.

A menudo, podía contar con los novios de mis amigas, muchachos mayores que yo y dispuestos a comprarnos las bebidas.

Al graduarme de la escuela secundaria me vi enfrentada a decisiones importantes.

Mis padres se ofrecieron para cubrir los gastos de ir a la universidad.

No obstante, aunque seguía negando que tuviera un problema con la bebida, mi conciencia

no me permitía aceptar su dinero, porque sabía que era probable que iba a seguir llevando una vida de juerguista.

Rechacé la oferta y decidí abrir mi propio camino.

Tras cuidadosa deliberación, decidí alistarme a la infantería de marina.

Mis padres no se sentían complacidos con la decisión de su hija menor de alistarse, especialmente después de los eventos del 9/11; pero yo quería ser marine y el día en que cumplí los 18 años, me enrolé.

Después del entrenamiento básico, estuve esta￾cionada en Jacksonville, North Carolina. Esperaba ansiosamente los fines de semana cuando íbamos a las fiestas fuera de la base y bebíamos.

Conocí a un hombre y salí con él un año antes de que fuera destinado a Afganistán.

Estaba desconsolada.

Cuando se fue, recurrí al único instrumento que conocía para lidiar con la situación, el alcohol, y acabé cayendo en una depresión.

Iba de juerga más a menudo y bebía cada vez más.

Una noche, al salir de una fiesta, algunos marines de otra unidad me violaron.

Desmoralizada, volví a acudir al alcohol.

Pero esa vez fue peor que nunca.

Mi depresión se convirtió en desesperación.

Me emborrachaba a menudo y contemplaba la posibilidad del suicidio.

Me sentí muerta de miedo cuando mis superiores comentaron sobre mi forma de beber.

Por la gracia de Dios, me ofrecieron la posibilidad de ingresar en un centro de tratamiento hospitalario.

Me preparé para la ocasión emborrachándome al máximo.

Llegué al centro aturdida y así seguí durante mi estadía.

Era desafiante y todavía no creía que tuviera un problema con la bebida.

Después del tratamiento, me dieron un licenciamiento honroso.

Volví a casa en Missouri donde pasé por episodios de alto consumo de alcohol seguidos por intentos de controlar mi forma de beber.

Podía dejarlo un rato pero siempre volvía a beber.

Me di cuenta de que tenía que hacer algo con mi vida y conseguí un trabajo y me matriculé en la universidad.

Poco después, fui arrestada por condu￾cir bajo los efectos del alcohol y me sentí extremadamente avergonzada.

“Eres como tu padre”, me decía a mí misma. “Nunca volveré a hacer esto”.

Y no lo hice hasta que volví a hacerlo y me encontré arrestada nuevamente por conducir bajo los efectos del alcohol y esa vez con graves problemas legales.

La luz de los tubos fluorescentes brillaba en esa apestosa celda de detención donde estaba sentada en un banquillo de frío metal.

Pero allí fue donde di mi primer paso hacia la recuperación. Incliné la cabeza y recé una humilde oración pidiendo ayuda a mi Poder Superior.

Ese día, algo cambió dentro de mi espíritu.

Pasé un año en procesos jurídicos antes de ser sentenciada, pero no me tomé un trago.

Seguí sin beber dos años antes de volver a sen￾tir el ansia familiar de mi enfermedad.

Esa vez sabía dónde ir.

Encontré una reunión de A.A. para mujeres y atravesé el largo camino hacia la sala.

Al llegar a la puerta, me entró el pánico y consideré brevemente la posibilidad de no entrar.

En ese momento vi acercarse a una mujer y le pregunté:

“¿Sabes dónde está la reunión de A.A.?”.

Con una sonrisa, me dijo: “Sí, allí voy también. Sígueme”.

Allí en la sala escuchaba lo que la gente decía y hacía lo que la gente hacía.

Conseguí una madrina y formé relaciones con otros alcohólicos.

Leí la literatura y empecé a trabajar en los Pasos.

Dejé que otros me conocieran, y sin siquiera darme cuenta, la vida llegó a estar llena de alegría y paz. Mi vida pasada fue un campo de batalla de ruinas alcohólicas.

Hoy opto por vivir un día a la vez con la ayuda de este sencillo programa.

“Mi mayor problema era el concepto ese del Poder Superior”.

Cuando tenía trece años, estaba tan llena de miedo y desesperación que consideré suicidarme. Iba a la iglesia y quería creer, pero no sentía el alivio y la esperanza que otros mencionaban.

Realmente quería morirme.

Entonces comencé a beber y el alcohol me salvó la vida.

EL alcohol hizo por mí lo que yo no pude hacer por mí misma. Pero no lo hizo por mucho tiempo.

A los veintiséis años, había dejado atrás a un hijo, dos maridos, un montón de trabajos y varios novios.

Y estaba otra vez en la misma situación desesperada en que me encontraba cuando era adolescente.

Estaba completamente resignada a morir, porque mi mayor temor era vivir cincuenta años más sintiéndome así.

Unas seis semanas antes de asistir a mi primera reunión, salí brevemente con un hombre que era miembro de A.A.

ÉL me había dejado una copia del Libro Grande sobre la mesa de la sala.

Pensé que me convendría saber algo del programa en el que estaba involucrado, por lo que abrí el libro y comencé a leerlo.

Ese día leí las primeras 164 páginas.

A decir verdad no entendí nada de lo que tendría que hacer si fuera a A.A., pero sí entendí que, quizás, si fuera allí y siguiera las sugerencias, las cosas podrían cambiar.

Fue la primera vez que sentí una verdadera esperanza en mis 26 años de vida.

Mi mayor problema era el concepto ese del Poder Superior.

Para poder beber como yo necesitaba, y hacer todas las cosas que venían aparejadas con ello, no había forma de encajar en mi vida

todas las lecciones religiosas que había aprendido de niña.

Estaba enojada, amargada y llena de resentimientos.

También era una atea militante.

Estaba dispuesta a discutir con cualquiera que pudiera atrapar en un bar sobre la no existencia de Dios.

Todavía le debo enmiendas a esa gente descono￾cida que tuvo la desgracia de sentarse junto a mí en el bar.

Pero necesitaba creer en A.A.

Comencé a ir a reuniones y a trabajar con una madrina.

A medida que íbamos practicando los Pasos, tuve dificultad con el concepto de Dios.

Mi madrina me preguntó de manera muy simple si creía que A.A. había cambiado su vida y la vida de las personas que había visto en las reuniones.

Yo podía ver que era así.

Otra compañera, que era una católica devota, me dijo que no importaba si creía o no en algún dios, pero sugirió que mantuviera la cabeza en alto y los ojos bien abiertos cuando cerrábamos las reuniones, para que pudiera ver a toda la gente que se había mantenido sobria ese día gracias a A.A.

Eso era evidencia empírica y tangible de que había algo más grande que yo.

Quería estar sobria más que ninguna otra cosa, así que probé todo lo que me sugirieron en las reuniones.

Lo intenté por mucho tiempo.

Pero al igual que cuando iba a la iglesia cuando niña, nunca sentí el alivio y comodidad de los que hablaban los demás.

Pero seguí practicando los Pasos.

Cuando llegué al Paso Doce, mi vida se había vuelto muy diferente.

A través de los Pasos, había logrado un cambio psíquico fundamental.

Tenía mucha fe de que, tal como dice el libro Doce Pasos y Doce Tradiciones, “Los Doce Pasos de A.A.… si se adoptan como una forma de vida, pueden liberar al enfermo de la obsesión por beber y transformarle en un ser íntegro, útil y feliz”.

Seguía siendo atea, pero ya no estaba enojada.

Encontré la paz a través del servicio y el trabajo con los demás.

Al mantenerme sobria, he tenido el privilegio de conocer a personas con una gran fe, tanto den￾tro como fuera de A.A., y he aprendido mucho de todas ellas.

Debo recordar que cada uno de nosotros tiene su propia práctica espiritual y sus creencias y que nadie es dueño del tipo “correcto” de espiritualidad.

Cuando vine a A.A., me sentí agradecida de encontrar una solución que funcionó para mí.

Ya no quería morirme.

No tengo pavor de vivir hasta vieja, y quiero que toda persona que entre en A.A. encuentre lo mismo que yo.

Mi sobriedad ha sido enriquecida por la diversidad de experiencias espirituales de la gente que me rodea.

He aprendido muchísimo de mi esposo católico, de mi a hijada neopagana, así como de los sacerdotes, rabinos, budistas y musulmanes, que he conocido en recuperación.

En nuestro folleto “Muchas sendas hacia la espiritualidad”, hay una cita del cofundador de A.A. Bill W. de hace más de 50 años.

Describe a la perfección cómo veo la esperanza hoy día.

“Se supone que en A.A. estamos vinculados por una afinidad derivada de nuestro sufrimiento común…

Por consiguiente, nunca debemos intentar imponer a nadie nuestras opiniones personales o colectivas.

Debemos tener, los unos a los otros, el respeto y el amor que cada ser humano merece a medida que se esfuerza por acercarse a la luz.

Intentemos ser siempre inclusivos y no exclusivos; tengamos pre￾sente que todos nuestros compañeros alcohólicos son miembros de A.A. mientras así lo digan”.

“EL faltar a mis promesas a mis hijos…”

Mi madre murió cuando yo tenía 12 años, y solía pensar que mi vida habría sido diferente si ella hubiera vivido.

Pero ahora creo que, aun en aquel entonces, mi problema era ya parte de mí misma.

Tenía un fuerte sentimiento de inferioridad y era muy tímida.

Mi padre hacía todo lo que podía para criarme a mí y a mis dos hermanas menores, man￾teniendo unida la familia hasta que me fui de casa para asistir a la universidad.

ÉL mandó a mis hermanas a un internado.

Puedo recordar el miedo cerval que me entró al ver prepararse a mi padre para dejarme en la universidad.

Yo sabía que no iba a poder lograr conocer y tratar a toda aquella gentes.

Desde el comienzo, era una inadaptada, y así me sentía.

Por ello, los años que pasé en la universidad fueron años de sentimientos heridos, rechazos y ansiedades.

Finalmente logré casarme. Mi marido era un hombre muy guapo, y por esto creí que perdería mis temores y dejaría de estar tan nerviosa con la gente.

Desgraciadamente, no era así, a menos que tomara un trago.

En la universidad, había descubierto que una o dos copas facilitaban la comunicación.

Y tres me hacían olvidar que no era hermosa.

Con el paso del tiempo, tuvimos hijos, quienes para mí significaban todo.

No obstante, me despertaba horrorizada al darme cuenta de que había conducido de aquí a allá durante una laguna mental, con ellos en el coche.

Entonces, mi marido se puso enfermo.

Sintiéndome muy sola y angustiada, tenía que beber, a pesar de que mis hijos, ahora mi marido, dependían de mí.

Nos mudamos a un pueblo pequeño de Massachusetts, para vivir con mis suegros. Tenía la esperanza de que un nuevo círculo social resolvería el problema.

No fue así.

Te puedo asegurar que una persona no se hace querer por su suegra emborrachándose en público en un pueblo pequeño.

Luego nos trasladamos a una vieja casa de campo, difícil de calentar y de cuidar.

Mi marido viajaba frecuentemente, y yo cada vez bebía más.

Una noche fui a un bar a unos cuantos kilómetros de nuestra casa, después de haber encargado a mi hijo de 11 años que cuidara a sus hermanas.

Llevé conmigo a una amiga de edad avanzada.

Uno de los hombres que estaba en el bar se había ofrecido para conducir mi coche hasta mi casa pero le dije en tono beligerante que lo podía hacer yo.

Al acercarnos a la casa, aceleré un poco y chocamos contra un poste.

Mi vecina acabó con los ojos morados.

Sin saberlo yo, el hombre que se había ofrecido para conducir mi coche, nos había seguido en el suyo.

ÉL dispuso para que sacaran el coche de la cuneta y lo remolcaran hasta mi casa.

No se quedó mucho tiempo, pero después de irse, subí la escalera y encontré a mi hijo sentado al lado del conducto de la calefacción, por el que apuntaba con su escopeta de aire comprimido.

“¿Qué estás haciendo?”, le pregunté.

“No estaba seguro, mami”, me respondió, “pero me parecía que tal vez necesitabas ayuda”.

En este momento, me sentí como si hubiera llegado al punto más bajo.

Tengo la convicción de que tiene que haber alguna motivación que nos haga querer ponernos sobrias, y para mí, estoy segura de que esta motivación me la dieron mis hijos.

Nunca olvidaré la fiesta que tuvimos al celebrar el cuarto cumpleaños de mi hija.

Al llegar el día, las madres, acompañadas de sus hijas, se presentaron en mi casa.

Al verme, decidieron quedarse a la fiesta.

Estaba tan borracha que no se atrevieron a dejar a sus hijas a solas conmigo.

Fue esto, el faltar a mis promesas a mis hijos, lo que finalmente me hizo darme cuenta de que ya no podía vivir más conmigo misma.

Acudí a A.A. buscando ayuda.

Como la mayoría de la gente, tenía multitud de ideas erróneas referente a lo que encontraría cuando llegara a una reunión.

Creía que todos los alcohólicos eran personajes de ínfima clase.

En mi primera reunión, me sorprendió ver a mucha gente que reconocía como miembros respetables de la iglesia.

Aún más importante, la primera vez que entré a una reunión de A.A., experimenté esa sensación maravillosa de pertenecer.

Al conversar con la gente, descubrí que no era la única persona que había hecho las cosas que hice y herido a las personas a las que yo más quería.

Había tenido miedo de estar volviéndome loca.

Me llenó de gratitud el enterarme de que el alcoholismo es una enfer￾medad triple, que había estado enferma mental, física y espiritualmente.

Durante mis primeros años como miembro, tuve dificultad en asistir regularmente a las reuniones de A.A.

Mis hijos eran todavía pequeños, y a menudo era difícil encontrar a alguien que pudiera venir a mi casa a cuidarlos.

No obstante, desde la primera reunión, me enamoré de A.A., y supe que, de alguna forma, iba a encontrar la solución a través de este programa.

Aunque no encontré todas las soluciones al mismo tiempo, he ido encontrándolas poco a poco.

Al principio, era todavía tímida, cohibida, envuelta en mí misma de forma que me era difícil extenderme y coger la mano que me ofrecían tan generosamente.

Con el tiempo, a través de los Doce Pasos de A.A., logré darme cuenta de que, si aceptaba el amor que me ofrecían tan abiertamente, podría aprender, a través de A.A., a sentirme cómoda con la gente.

Para mí, éste fue un adelanto tremendo y me condujo hacia uno de los regalos más grandes que A.A. me ha dado: el de dejar de tener miedo.

EL miedo siempre había dominado mi vida, miedo a la gente, a las situaciones, a mis propios defectos.

En A.A. he aprendido a tener confianza, y a vivir sin temor.

“Era insaciable, vacía adentro, buscando la felicidad en el fondo de la botella”.

Mi nombre es María y soy alcohólica.

Gracias a Alcohólicos Anónimos y por la gracia de Dios no he tenido que tomar un trago de alcohol en 21 años.

Bebí por primera vez el día en que cumplí 16 años de edad, que por casualidad fue el mismo día en que me casé.

Inmediatamente me gustaron los efectos que el alcohol producía en mí.

Por naturaleza, soy una persona tímida y callada; no obstante, el alcohol me dejaba hacer cosas que no me podía imaginar hacer cuando estaba sobria.

Por haberme criado en un barrio integrado de Queens, Nueva York, no me di realmente cuenta de que era una mujer negra, hasta que me trasladé a Chicago.

No era un hecho que pudiera cambiar, y sólo hizo que me sintiera más resuelta a ser alguien.

Bebí solamente durante cinco años, pero al echar una mirada en retrospectiva, es aparente que bebía alcohólicamente desde el mismo principio.

Cuando bebía, otra personalidad asumía su dominio sobre mí una personalidad que no me caía bien.

Tengo tres hijos.

Uno nació durante las últi￾mas etapas de mi enfermedad, y hoy, me parece, se nota la diferencia en su personalidad.

Durante mis años de bebedora, era infiel a mi marido.

Le echaba la culpa de mi infelicidad a él, o al hecho de que era demasiado joven cuando me casé.

Era insaciable, vacía adentro, buscando la feli￾cidad en el fondo de la botella.

No frecuentaba los bares.

La mayoría de las veces, bebía en casa.

EL trabajo de mi marido le requería ausentarse a menudo de la ciudad.

Esperaba unos treinta minutos después de que él salía de la casa, y luego me dirigía al almacén de licores, compraba mi suministro, me volvía a casa y bebía sin tregua hasta perder el conocimiento.

Me hundía en lo que más tarde aprendería a reconocer como “una racha de autocompasión”, llamaba a mis amigos para invitarles a una fiesta.

Sin embargo, al poco rato, estos sentimientos se convertían en remordimientos y culpabilidad.

No tenía ni siquiera la sospecha de que era alcohólica.

No sabía lo que significaba ser alcohólica.

Creía que mi marido causaba todos mis problemas, y decidí divorciarme.

Una tarde, sentada en el sillón escuchando la radio o mirando la TV, no puedo recordar el qué, oí una voz que decía: “Si tienes un problema con la bebida, llama a este número”.

Me habían dicho que bebía en demasía — ¿Por qué no llamar? Si el locutor hubiera dicho, “Si eres un alcohólico…”,

nunca habría telefoneado.

Por curiosidad, telefoneé.

Una mujer muy amable me preguntó si

necesitaba ayuda para un problema con la bebida; me preguntó si podía mantenerme sobria durante 24 horas, y le respondí que no.

Me dijo que cualquier persona podía mantenerse sobria durante 24 horas.

Me sentí ofendida y colgué.

Yo también era una de esas “alcohólicas lloronas”, así que naturalmente volví a llorar.

Al día siguiente, me desperté, empecé a beber y me acordé de haber llamado a A.A. el día anterior y me decidí a llamar otra vez.

Hablé con la misma mujer, me propuso hacer que alguien me llamara y me lle￾vara a una reunión. Rehusé ir, colgué, lloré y volví a beber.

Llamé otra vez, y le pedí que me enviara a alguna información.

Lo hizo, la leí, le llamé de nuevo y me dijo dónde se efectuaba la reunión.

Era una reunión abierta.

Pedí a una vecina que me acompañara esa noche.

Un señor estaba hablando.

No recuerdo nada de lo que se dijo, excepto que una mujer me dio un “paquete de principiantes” que contenía nombres, y me pidió que llamara a alguien antes de tomar la próxima copa.

También me dijo que siguiera viniendo.

Esto ocurrió hace 21 años. Siempre he creído en Dios.

En A.A. lo llamamos un Poder Superior, y por eso me era fácil aceptar este aspecto del programa.

Me dijeron que pidiera la ayuda de mi Poder Superior cada mañana y que le diera gracias cada noche.

En A.A. existen solamente sugerencias, no reglas, y esto me conviene.

Me parecía que siempre me habían dicho lo que tenía que hacer, y esto, para mí, no funcionaba bien.

Hoy asisto a las reuniones para recordarme a mí

misma que, a pesar de haber mantenido mi sobrie￾dad durante algunos años, sólo un trago me separa de la próxima borrachera.

Alcohólicos Anónimos me ha deparado la posibilidad de reanudar mis estudios, algo que siempre he deseado hacer.

En un plazo de algunos meses, me otorgarán mi título superior en psicología.

Cosas así sólo pueden ocurrir en A.A.

Los instrumentos se encuentran disponibles allí; no tenía que hacer más que mantenerme sobria y utilizarlos.

Hoy, como consecuencia del programa de A.A., he vuelto a ser responsable.

Tengo un buen trabajo que me permite compartir una parte de mí misma tanto con los alcohólicos recuperados como con los que aún están sufriendo.

Para mí sigue funcionando, un día a la vez.

“Traté de beber hasta morir... y traté de bloquear lo miserable y adolorida que me sentía”.

Una de las promesas del Libro Grande habla de no lamentarse por el pasado ni desear cerrar la puerta que nos lleva a él.

Mi pasado estaba lleno de ver￾güenza, degradación y pérdidas terribles causadas por mi alcoholismo.

Pero cuando una madrina llena de amor me guió por los Pasos, experimenté el perdón, tanto divino como humano.

EL dolor más grande resultante de mi alcoholismo fue la pérdida de mi bebé.

Tomé la decisión de entregarla en adopción antes de que ella naciera.

Mi forma de beber estaba fuera de control antes de mi embarazo, y la única razón por la que no bebí mientras estuve embarazada fue porque el alcohol me caía mal.

Pasé los nueve meses seca y llena de odio hacia mí misma, vergüenza, depresión y una culpa terrible.

Había recurrido a una agencia de adopción que, en ese entonces, no me ofreció ningún tipo de asesoramiento.

Me despertaba cada día con una sensación de total incertidumbre.

No me sentía capaz de criar a una niña por mi cuenta, y en el fondo no sentía que mereciera una hija porque yo era una mala persona.

Cuando nació, la tuve en mis brazos por unos momentos hasta que partió para su nuevo mundo.

Cuando se la llevaron, parte de mi alma murió.

Durante los siguientes ocho años, traté de beber hasta morir y traté de bloquear lo miserable y adolorida que me sentía.

No era capaz de mantener relaciones, trabajos, sueños, planes y, más adelante, no pude mantener nada.

Mi enfermedad progresó rápidamente y me metí de lleno en una botella de vodka.

Mi familia me ofreció dinero para que me fuera.

Me arrestaron; mis amigos vivían sentados en bares sucios y oscuros; yo pasaba como un torbellino por las vidas de mucha gente inocente, y dejaba destrucción a mi paso.

Perdí toda esperanza. Cada vez que veía a un niño pensaba en mi hija.

Me preocupaba por su seguridad y vivía sumida en la autoconmiseración por haber tomado la decisión de darla en adopción.

Era una mártir borracha, algo horrible de ver.

Parecía haber perdido todo lo importante en mi vida.

Es sólo por la gracia de Dios que estoy sobria hoy día, y estoy agradecida de ser miembro de Alcohólicos Anónimos.

En A.A., encontré la opor￾tunidad de enfrentar la verdad en todas las áreas de mi vida.

Cuando llegué al programa, supe de corazón que había llegado a mi destino.

Por primera vez en mi vida me sentí segura.

Desesperadamente quería mantenerme sobria y estaba dispuesta a hacer cual￾quier cosa que me dijeran.

Sin embargo, como era una egomaníaca carente de autoestima, me resistí a hacer un inventario.

Finalmente llegó el día. O me ponía a escribir un Cuarto Paso y a compartirlo con mi madrina, o me pondría a beber.

Mi mayor secreto era la pérdida de mi hija.

Finalmente pude sacar todo afuera, pero la herida tardó años en cicatrizar.

Muchas veces creí que me había perdonado a mí misma, pero la vergüenza y

la culpa perduraban. Sentía un vacío en el corazón que no podía llenar con nada.

Mi mayor problema era resolver mi conflicto interno.

No podía entender cómo alguien, incluyéndome a mí, podía abandonar a una hija.

Mi marido y yo nunca tuvimos hijos porque yo creía que no merecía tener otro bebé.

Mi egoísmo tuvo un costo enorme para mucha gente.

Una noche estaba sentada en una reunión sobre el Octavo Paso, cuando alguien dijo que, a medida que pasaba el tiempo, seguía agregando nombres a su lista de enmiendas con la intención de volverse más sincero en la recuperación.

Inmediatamente pensé en mi hija y que no había sabido cómo hacer enmiendas, ya que no tenía idea de dónde estaba.

La acción que emprendí fue llamar a la agencia de adopción y solicitarles que pusieran información sobre mí en sus archivos.

Yo no quería buscarla, pero quería que ella pudiera saber quién era yo si algún día se decidía a buscarme a mí.

Me enviaron un formulario legal para llenar, y lo retuve durante varios años.

EL miedo de que ella fuera a odiarme fue muy grande durante mucho tiempo.

Finalmente llené el formulario, escribí una carta sobre mí misma a mi hija, y adjunté algunas fotografías.

Dos años más tarde, recibí una llamada de la agencia de adopción.

“Pat, hoy es un gran día”, dijo la mujer. “Su hija quiere hablar con usted, y quiere conocerla”.

Agendamos una llamada para esa misma noche y me pasé el resto del día llorando.

Mi madrina de A.A. y mi madrina de otro programa vinieron a mi departamento para apoyarme.

Recé pidiendo recibir orientación y fortalezas.

Sonó el teléfono y escuché su voz, que sonaba bastante parecida a la mía.

Contesté sus preguntas y así comencé una relación que es increíblemente maravillosa.

Ella es una hermosa mujer, dotada de un corazón y un alma capaces de perdonar.

La idea que tenía sobre sus sentimientos era completamente equivocada.

Nunca sintió nada por mí que no fuera amor y curiosidad.

Su madre adoptiva y yo tenemos una excelente relación y hemos

pasado tiempo juntas. Ella hizo una gran labor al criar a mi hija y tengo con ella una inmensa deuda de gratitud.

EL agujero en mi corazón se ha llenado y hoy rebosa de amor.

Nada de esto hubiera sido posible sin el otro regalo que recibí en la vida: la sobriedad y el programa de Alcohólicos Anónimos.

Siento el perdón divino y a veces siento que soy la mamá más afor￾tunada del mundo.

Recientemente, recibí una tar￾jeta de ella que decía: “Soy muy afortunada porque tengo dos madres maravillosas”.

“No podía mantenerme sobria porque no estaba dispuesta a ser sincera”.

Vine a AA por primera vez hace 22 años cuando yo tenía 19.

Era una muchacha joven y tenía miedo.

Estaba en guerra conmigo misma y con el mundo entero.

La ira echaba leña al fuego de mi guerra y cubría mis temores.

Cuando trataba de conseguir la sobriedad, el coraje lo hacía difícil porque yo resistía las sugerencias que me hacían, a veces sin ambages y otras veces con finura.

Yo sabía que mi vida estaba fuera de control, pero aún así no me daba cuenta de mi impotencia.

No podía ceder mi voluntad.

Mi relación con Dios, según yo lo concebía, estaba bien afectada. Antes de acudir a AA, yo había tomado el camino de la religión, pero sin dejar de beber.

En AA, escuchaba los conceptos que otra gente tenía de un Poder Superior.

Me esforzaba por creer que yo le importaba a Dios y que Él me quería.

Hacía mucho tiempo que tenía coraje con Dios y toda la vergüenza que sentía me alejaba de Él aún más.

En los primeros días de mi recuperación, me callaba todo lo que sentía y llevaba una máscara.

Yo estaba negando la realidad y no podía ver lo que yo era.

Una de las formas más fáciles de eludir el mirarme a mí misma era entablando una relación.

Empecé a salir con un alcohólico en recuperación y nos casamos.

Después de estar sin tomar como por cinco años, empecé a beber de nuevo.

No podía mantenerme sobria porque no estaba dispuesta a ser sincera.

Había trocado mi obsesión con el licor por la obsesión con una relación.

Gracias a la sobriedad, he podido darme cuenta de que las relaciones requieren la comunicación, la honestidad, el amor, el dar y recibir.

No se supone que sean una distracción de la vida.

Mi depresión crónica estaba detrás de todo esto.

Desde que me metí en AA, muchas veces me han internado en el hospital psiquiátrico, me han asignado un permiso por discapacidad y he reci￾bido TEC (terapia por electrochoque).

Siendo un depresor, el licor sólo había empeorado mi depresión, que ya era severa.

Me tomó muchos años ser franca conmigo misma y reconocer eso.

He tenido que aceptar que siempre tendré que tomar medicamentos.

En la sobriedad, era fundamental aceptar éste y otros aspectos de mi vida.

Tenía que ser sincera acerca de mi depresión y de mi orientación sexual.

En algún momento, le dije a mi esposo que yo pensaba que era homosexual.

Yo sabía que era verdad, pero quería restarle importancia.

Lo cierto era que los dos nos sentíamos infelices.

Yo empecé a tener tendencias suicidas y ya tenía pensamientos homicidas.

Por eso volví a parar en el hospital psiquiátrico.

Mi esposo y yo nos separamos y luego nos divorciamos.

Estando en este programa me vi obligada a crecer.

Llegó un momento en que le dije a alguien que yo “era física y mentalmente incapaz de ser sincera”.

Me respondió sin ambigüedades que no era cierto.

Todas la semanas me preguntaba cómo me sentía y le recitaba toda una letanía de aflicciones.

Ella me contestaba, “¿Has bebido hoy?” Y yo le decía, “No”.

Luego ella me recordaba, “Pues entonces hoy es un buen día”.

Todavía acepto mi impotencia ante la bebida, mi depresión y mi orientación sexual.

Pero ahora puedo aceptarme a mí misma tal como soy.

Me he dado cuenta de que Dios siempre estuvo presente y sigue presente en mi vida para servirme de guía.

Me quiere sin importar lo que yo haya hecho, y en el día de hoy trato de hacer Su voluntad.

Este Dios, según yo lo concibo, me quiere como lesbiana.

No soy la mujer solitaria, diferente y temerosa que era antes.

Ahora, con nueve años seguidos de sobriedad en mi haber, puedo compartir mi experiencia, fortaleza y esperanza con los demás.

Puedo servir de ejemplo de que la recuperación es posible a pesar de lo que te depare la vida.

“Creía que pronto se me agotaría la suerte… No quería terminar en la cárcel”.

Mi padre nació en México.

Mi madre nació en Laredo, Texas.

Mis padres se casaron y a los tres meses nací yo en San Antonio.

Mi mamá daba a luz casi todos los años, teniendo un total de seis hijos.

Cuando yo era una niña pequeña, un día mi papá me llevó a acompañarlo a la barra del pueblo. Me dio un trago de su jarra.

Me explicó que yo tenía que quedarme muy quieta para no caerme del taburete y se fue al cuarto de baño.

Mientras él estaba allí, tomé su jarra de cerveza y bebí.

Desde ese primer trago, una vez que empezaba, nunca podía tomar lo suficiente para saciar el asombroso impulso de beber más.

Cuando tenía siete años, mis padres decidieron que teníamos que mudarnos.

Hacía tiempo que habían estado hablando de eso, y una noche llegó una gente a casa.

Dijeron que tenían trabajo para ellos en Garrison.

Uno de mis padres llamó y habló con el patrón en potencia, quien dijo que con gusto le daría un trabajo a mi papá también.

Le daban la bienvenida a toda la familia, así que nos mudamos.

Ninguno de los dos dominaba el inglés, pero por lo general mis padres se daban a entender.

Sin embargo, yo no sabía ni una palabra de inglés.

Debido al obstáculo de la lengua, me era bien difícil aprender.

Mi familia se mudó de nuevo cuando yo tenía ocho años, esta vez a Houston, donde me pusieron en una clase de ESL (inglés como segunda lengua).

Muchos de los niños se burlaban de mí.

Me insultaban y se metían conmigo todo el tiempo.

Cuando empecé en la escuela intermedia, hice una amiga que me enseñó a vestirme a la moda popular.

Empezaron las suspensiones de la escuela por peleas y ausentismo.

También empecé a beber cerveza, fumar cigarrillos y usar inhalantes.

A los doce años, leí una carta en la sección de consejos de un periódico escrita por otra niña de doce años que decía que su papá se metía en su cuarto a altas horas de la noche y la manoseaba.

Yo no lo podía creer porque eso mismo me estaba pasando a mí en mi casa.

En la columna, le aconsejaban a la niña a acudir a una consejera en la escuela, a su mamá o a la policía.

Yo pensaba que no podía decírselo a mi mamá, así que fui a ver una consejera en la escuela.

Ella llamó a la policía. Me pidieron que identificara a mi papá y lo detuvieron.

Como él nunca había tenido problemas con la justicia, sólo le dieron cinco años de libertad condicional.

También le ordenaron mudarse de casa inmediatamente.

Mi mamá seguía preguntándome si era cierto, mientras que mi papá insistía en que no había hecho nada malo.

Yo no podía entender cómo era posible que ella dudara de que yo estuviera diciendo la verdad.

Por supuesto que se corrió la voz de lo que había pasado por toda la escuela y, en general, por todo nuestro vecindario.

Abatida por el sentimiento de culpa, la vergüenza y la confusión, empecé a beber cada vez más.

Quería olvidar lo que había pasado.

Los muchachos, que supuestamente eran amistosos conmigo antes, trataron de insinuárseme a mí.

Mi mamá no me apoyó.

Cuando ella ya estaba tan abrumada por tener que encargarse de todo para nosotros, le daba con decir, “¡Si no hubieras abierto la bocaza, tu papá todavía estaría aquí ayudándome!”.

Estas palabras de mi propia madre me han venido persiguiendo por muchísimo tiempo.

Empecé a fugarme de casa, la primera vez con mi novio, que tenía 23 años.

Vivíamos en Galveston, Texas, y bebíamos y tomábamos drogas juntos.

Nos metíamos en unas peleas horribles.

ÉL me daba tremendas palizas.

Después de unos ocho meses, volví a casa y regresé a la escuela.

A los dos años me puse a trabajar de bailarina exótica.

Me embaracé fuera del matrimonio cuando tenía 18 años de edad.

Para ese entonces, solía irme de casa sin intención de volver.

O perdía el conocimiento en algún lugar o me detenían por estar “bajo la influencia”.

Yo pensaba que pronto se me iba a acabar la suerte y quedaría detenida por mucho más tiempo que unos pocos días.

No quería terminar en la cárcel.

Todas las relaciones significativas que tuve después de mi primera relación sexual eran iguales.

Yo tenía un talento para escoger a verdaderos perdedores, como mi padre.

Todos eran delincuentes convictos, alcohólicos, drogadictos y abusadores.

Ni hablar de que yo pensaba muy poco de mí misma.

Después de que nacieron mis otros tres hijos, conseguí la sobriedad a través de Alcohólicos

Anónimos.

En la sobriedad, he pasado por muchos tiempos duros, con mis hijos y con todas las responsabilidades que conlleva conducir la vida de acuerdo a sus exigencias.

Mi hija mayor todavía vive con mi mamá, pero está muy orgullosa de mí.

Mi vida ahora de verdad que va muy bien comparado con lo que era antes. ..

EL casero no me está amenazando con echarme fuera.

Cuando voy a una casa de empeño, es para comprar algo, no a empeñar mis cosas para poder emborracharme.

Y cuando la policía me detuvo en la carretera recientemente, de verdad que me dio una multa de tráfico y me dejó regresar a mi auto.

¡Qué bien diferente a como era antes!.

EL solo hecho de tener un auto me asombra.

Cuando yo tomaba, vendí mi auto porque la bebida era más importante para mí.

Gracias a Dios que encontré AA.

“Durante mi carrera alcohólica había amenazado a pacientes, había estado borracha en el trabajo, había pensado en asesinar”.

Soy alcohólica.

Soy también una enfermera titulada, una soltera que goza de muchas actividades.

Pero no fue siempre así.

He mantenido mi sobriedad en Alcohólicos Anónimos durante algo más de cinco años, y éstos han sido los años más felices de mi vida.

Antes de recurrir a A.A., llevaba un año seca, por miedo de sufrir otro ataque de DT (delirium tremens).

Había jurado que nunca tomaría otro trago, porque sabía que nunca podría salir de otra borrachera como lo hice durante la semana entre el día de Navidad y el de Año Nuevo de 1977.

EL día de Navidad, por la mañana temprano, con￾duciendo borracha y bajo los efectos de la droga, rompí un poste telefónico y destrocé mi coche, no por primera vez.

En la sala de urgencia, ofensiva y sin deseo de cooperar (todavía con mi uniforme) rechacé los cuidados médicos hasta la mañana siguiente, en que pudiera ser admitida sin alcohol u otras drogas en mi organismo.

En aquel entonces, que yo recuerde, bebía diariamente, y tomaba cualquier sustancia que podía conseguir, con o sin receta.

Después de ser dada de alta, mi irritabilidad y nerviosismo y mis temblores cada vez más intensos se convirtieron en verdaderas alucinaciones, acompañadas de un creciente horror de lo que estaba experimentando.

No podía volver al hospital en donde estaba empleada, y mi familia ya no podía aguantar mi conducta antisocial.

Durante otro año entero fui tocando fondos consecutivos, una sustancia a la vez; pero no hubo ningún cambio en mi enfoque sobre la vida.

Para mí, la recuperación empezó cuando dejé de tomar drogas y comencé a hacer esfuerzos para mejorar.

Empezó cuando asistí por primera vez a una reunión de A.A.

Era una niña tímida, hipersensible, obesa, y poco segura de mí misma.

Buscaba consuelo en los libros y en el papel de “madrecita”.

Recuerdo que me sentía importante cuando papá me dejaba pedir sorbitos de su cerveza.

Me gustaban sus efectos.

La primera vez que, bebiendo, perdí el conocimiento y sufrí una laguna mental, tenía 13 años.

Me parecía como si la única forma en que podía apaciguar mi sentimiento de inferioridad y mi criticona conciencia fuera estar borracha.

En la escuela, me consideraban una compañera agradable, una de las que haría todo por sus amigas.

Complacer a los demás me causó muchas penas, especialmente en mi profesión, hasta que aprendí a decir no a la primera copa.

Para mí, ponerme el uniforme blanco significaba dar rienda suelta a “la enfermera prodigiosa”.

Sin uniforme, estaba muy metida en la contracultura hippie.

Para compensarlo, tenía que ser un decha￾do de perfección en mi trabajo, como la famosa Florence Nightingale.

Siempre me ponía furiosa la incompetencia que veía a mi alrededor, segura de que yo era la única persona que hacía el trabajo.

Con toda esta ira y sentimientos de mártir, tenía que emborracharme después del trabajo para desfogarme. Necesitaba un empleo para costear mi adicción, y la profesión de enfermera representaba la única cosa respetable que poseía.

Durante mi carrera alcohólica, que duró 12 años había amenazado a pacientes, había vendido drogas a niños, tomado una sobredosis, había sufrido dos abortos provocados, y bebido hasta caerme sin sentido en los bares.

Olía mal y había engañado a mi amiga más fiel, y la última que me quedaba, conducía cuando estaba demasiado borracha para andar a pie.

Destrocé algunos coches, y la policía me detuvo muchas veces. Mis Hermanos (As). Cómo Siempre esté es un Breve Mensaje de su Páginas Hablando de Alcoholismo y Drogas Mis Hermanos (As). Feliz 24 Horas.

El último amanecer de mi papá y si compadre gato

El último amanecer de mi papá y si compadre gato

“Hace 4 años, un gatito callejero nos hizo piruetas, y por entonces sólo podíamos alimentarlo sin meterlo a casa. No pasaron muchos días, hasta que la lata de comida la fuimos dejando más y más adentro para que se anime a pasar. Todo lo hacíamos a escondidas de mis padres, vivimos con ellos y no querían mascotas.

Cuando dimos el paso decisivo «lo queremos» sabíamos que no sería fácil mantenerlo escondido hasta encontrar el momento perfecto de hablar con mis padres y pedir su permiso. Y así transcurrieron 4 meses, en los cuales lo llevamos a esterilizar y supimos que era niño y no niña, en que teníamos un arsenal de juguetes y demás cosas escondidas y repartidas entre mi cuarto y el de Nuria. Hasta que un día, por un descuido, y como es gato, saltó tras mi mamá para ir al jardín, y ella lo echó a la calle. Obviamente yo cogí una manta y me fui con su comida y agua a buscarlo, dispuesta a pasar la noche con mi gato, ahí en la calle, de donde ya lo habíamos rescatado.

Recibí al par de horas la llamada diciendo que volveríamos, pero con condiciones...el gato y mi papá no podían estar en la misma habitación por ninguna razón, él no aprobaba que hubiera traído un gato de la calle y menos a escondidas.

Y así fue, papá me decía «voy a pasar, saca al animal» y tenía que retirar a mi gato de la vista de él. Mi pobre chiquito se portaba muy bien, como sabiendo que debía permanecer en silencio para no molestar.

Un día, antes de las 6 de la mañana, mi papá estaba en su sillón de la sala viendo las noticias, como siempre, ¡pero compartía el sillón con el gato, y lo acariciaba! ¡Qué día tan dichoso! Desde entonces ya no lo llamó «el animal» o por su nombre «Presidente Miau», no, desde ese día era «mi compadre».

Y mi papá y mi Presidente Miau se quisieron, mucho.

Comenzaba el día sobre las 5 de la madrugada, el primero que se levantaba buscaba al otro, y si no respondía, seguro estaba en el baño. Escuchaba a mi gato maullar muy bajito frente a la puerta del cuarto de mi papá, si no respondía iba al baño y metía la patita por debajo, e inmediatamente la voz de mi papá diciendo «ya, compadre, ya salgo».

Juntos desayunaban, juntos veían el amanecer, juntos hasta el último amanecer que lo vimos los 3, el último que papá vio, porque el cáncer lo golpeó muy fuerte y muy rápido, no se levantó nunca más de su cama.

El amor y la fidelidad de mi gato por mi papá lo llevó a superar el terror que le tiene a casi toda la gente. Venían médicos, enfermeras, paramédicos y ambulancias, y mi gato no se movía de su lado. Mi papá me pedía que llevará su mano a la cabecita de Presidente, él siempre estaba cerca, pero no subía a la cama porque a mi mamá no le gustaba eso.

Hasta aquel día, mi papá ya no era él, no hablaba, sólo roncaba. Cuando se fueron las enfermeras, Presidente saltó a la cama y se echó al lado de mi papá, pocos minutos después mi papá falleció en mis brazos.

Hasta mi mamá aprendió a quererlo, con nadie mantiene esas charlas tan largas como con mi mamá. Desde que ella se levanta ambos maúllan, sí, mi mamá la que lo echó de casa ahora maúlla con él, tienen una relación muy especial.

Desde que él llegó a nuestras vidas todo cambió, sólo 1 vez me han hospitalizado por el lupus y demás complicaciones que tengo, antes eran varias veces al año. Nos mantiene de buen ánimo y está para todos nosotros cuando lo llamamos.

Ese 16 de agosto de 2016 no lo rescatamos, él nos rescató a nosotros.

El 18 de agosto 2 años después, mi papá murió, y cada día mi presidentito se sienta frente a la puerta de su cuarto a esperarlo”.

Erika (la mamá de Presidente Miau)

Reflexión en el día de la mujer

Este soy yo me llamó Javier; Soy estudiante, y en mis tiempos libres trabajador de Cinépolis. Hoy en el marco del día de la mujer, en mi turno de trabajo alrededor de las 6 de la tarde un señor en tono arrogante empezó hacer preguntas sobre lo que llevaba por encima de mi camisa de trabajó, “¿Con que fin llevas puesto ese listón?” pensé que estaba interesado y trate de darle una breve explicación pero antes de que empezará hablar dijo : “Sisisi ya sé, pero que ganas o que ganan, al final del día van ha seguir dándoles lo que se merecen; ellas se lo buscan y para empezar eso no es parte de tu uniforme” la verdad es que en ese momento sentí mucha impotencia y ansiedad, le conteste: “que observador; efectivamente no es parte de mi uniforme, es parte de mi, es parte de mi personalidad, es parte de una nueva sociedad que quiere lo que necesario para vivir con una salud mental estable y un desarrollo cultural bueno y le pido una disculpa por llamarle observador si lo fuera; se hubiera dado cuenta de que esté listón expresa un apoyo fraternal y un sentimiento propio. y si ese es el objetivo que les den lo que se merecen pero también se busca dar lo que se les debe y no de la forma prepotente como lo dijo usted.” Terminé diciéndole que era difícil explicarle, que todo esto le quedaba demasiado grande, y el se marchó diciendo que era un vergüenza de hombre y que no debería estar en servicio al cliente (En ese momento se me vinieron a la cabeza los conceptos de hombre y también de caballero o algo tan simple que es la humanidad y también de caballero). Quería hablar con el gerente del cine JAJAJAJA cuando le dije : enseguida le hablo a “la gerente” y dijo “ay no sabes que así déjale si es vieja va hacer lo mismo” .
Hoy vi un claro ejemplo de ignorancia y machismo y todo por un listón morado.
Mujeres, adolescentes y niñas. Abuelas, madres, esposas y tías. Nietas, Hijas, sobrinas, primas y HERMANAS. Yo soy “una vergüenza de hombre” como me llamo aquella persona. Nunca dejen de hablar, no dejen de gritar; háganlo hasta quedar afónicas y siempre hagan ruido hasta en el más recóndito rincón, tal vez alguien esté perdida y escuché su llamado.

Hagan que este día, su día dure todo la semana.
Hagan que este día, su día dure todo el mes.
Hagan que este día, su día dure todo el año.
Hagan que todos los días sean sus días.

Me gustaría gritar con ustedes y por ustedes, con mi madre, con mi abuela y con mis hermanas. Pero comprendo el contexto; pedir confianza para mí, es pedir confían para otros hombres. Puedo ayudar de otras formas.

Un día escuché: “si no entiendes solo respeta y así el ruido será más grande”.

Reflexión en el día de la mujer

La historia de un ex soldado de Irak

Al regresar de la Guerra de Irak un soldado telefoneó a sus padres desde San Francisco: -"Mamá, Papá: Voy de regreso a casa, pero les tengo que pedir un favor. Traigo a un amigo que me gustaría se quedara con nosotros".

-"Claro que sí", le contestaron llenos de alegría por su regreso, "Nos encantaría conocerlo."

-"Pero hay algo que deben saber", el hijo, siguió diciendo, "mi amigo fue gravemente herido en la guerra. Pisó una mina de tierra y perdió un brazo y una pierna un ojo y quedo muy desfigurado del rostro. Sus padres ya Fallecieron. No tiene donde ir y quiero que se venga a vivir con nosotros a casa"

-"Siento mucho el escuchar eso, hijo. A lo mejor podemos encontrar un lugar en donde el se pueda quedar."

-"No, mamá y papá, yo quiero que el viva con nosotros y que seamos su familia."

-"Hijo," le dijo el padre, "tú no sabes lo que estas pidiendo. Una persona tan limitada físicamente sería un gran peso para nosotros. Tenemos nuestras propias vidas que vivir y no podríamos cuidarle adecuadamente. Yo pienso que estás demasiado afectado con ese caso. Deberías de regresar a casa y olvidarte de él. Tú amigo encontrará una manera en la que pueda vivir el solo. Además él es la responsabilidad del gobierno y puede ingresar en un lugar para veteranos de guerra. Para eso pagamos impuestos."

Al oír esas palabras, el hijo colgó el teléfono. Los padres no volvieron a saber nada de él hasta que unos días mas tarde recibieron una llamada telefónica de la policía de San Francisco. Su hijo había muerto al caer de la ventana de un edificio. La policía creía que era un suicidio. Los padres, destrozados por la noticia, volaron a San Francisco y fueron llevados a la morgue de la ciudad para que identificaran a su hijo. Con horror, descubrieron que su hijo tan solo tenía un brazo y una pierna. El representante del ejército les relató algo que el joven había querido mantener en secreto: Había sufrido los efectos de la explosión de una mina. El mismo era el "amigo" y quería saber de antemano si sus padres de verdaderamente lo aceptarían. Lamentablemente, al percibir la negativa, se suicidó desesperado.

La desesperación y el suicidio jamás son el camino. Jesús nos ama y nos acoge tal cual somos y si le entregamos nuestra vida miserable, El nos lleva a la casa del Padre. Pero muchas personas necesitan de nuestra acogida para comprender ese amor divino.

Los padres de esta historia son como muchos de nosotros. Encontramos muy fácil amar a quienes nos resultan atractivos, pero rechazamos a los que retan nuestro egoísmo y nos causan inconveniencias.
Hagamos un examen de conciencia ante esta historia. Pidamos a Jesús nos haga mas misericordiosos.

La historia de un ex soldado de Irak

Cuentos, historias relatos y leyendas de terror

Aprovechamos este espacio para contarles 3 cuentos, historias, relatos y leyendas de terror de la mano de El Poeta Gabriel, ya que adquirimos su blog y estamos trabajando fuertemente en él.

Historia de terror : Ataúdes

Antiguamente los ataúdes se construían con un agujero, en el que se ponía un largo tubo de cobre que conectaba a una campana a través de una cuerda. El tubo permitiría respirar a las personas que fueran equivocadas por muertas.

En cierto cementerio de un pueblito, el enterrador local, cuando oyó sonar una campana, fue a ver si eran los niños tratando de jugarle una broma. A veces era solo el viento. Esta vez, no eran ninguno de las dos. Una voz que provenía desde abajo, rogaba por ser desenterrada.

"¿Eres tu Sarah O'Bannon?" Preguntó el hombre, que leía en la lápida el nombre.
"¡Si!" Contestó la quebradiza voz.
"Naciste en Septiembre de 17, 1827?"
"¡SI!"
"La lápida dice que moriste en Febrero 20, 1857."
"¡NO, ESTOY VIVA, FUE UN ERROR! ¡DESENTIERREME, LIBEREME!"
"Lo siento, Señora," dijo mientras arrancaba la campana y tapaba el tubo con tierra. "Pero ya estamos en Agosto. Lo que sea que seas, estoy muy seguro que no estás viva ya y de que tampoco volverás a subir..."

Cuentos, historias relatos y leyendas de terror

Leyenda paranormal : combustión espontánea humana

Es un fenómeno donde el cuerpo de una persona arde por completo sin exposición a fuentes de calor externas, o sea el fuego se inicia en el interior del cuerpo, los motivos aun no fueron bien descubiertos pero se cree que personas con altos niveles de grasa tienen más posibilidades de sufrir la combustión espontánea. La creencia en el fenómeno se basa en algunos casos en los que se han encontrado los restos incinerados del cuerpo de una víctima en circunstancias donde no se puede determinar fácilmente la causa de la combustión.

En la mayoría de los casos, las víctimas han sido encontradas totalmente reducidas a cenizas en su vivienda, aunque la habitación y los objetos a su alrededor presentan poco o ningún daño causado por fuego. En ocasiones, el fuego ha consumido completamente la mayor parte del cuerpo a excepción de algunas partes, quedando entre los restos fragmentos de hueso e incluso pies o brazos.

El estado de los restos de estas personas es muy diferente al en el que comúnmente se encuentran los restos de personas víctimas de incendios domésticos, cuyos cuerpos no se reducen a cenizas sino que permanecen completos, si bien carbonizados y presentando incluso tejidos.

Relato de terror : La pulsera de hospital

En Estados Unidos, cada vez que internan una persona en un hospital, le colocan una pulsera blanca con su nombre para poder identificarla. Sin embargo, existen otras pulseras de colores diferentes que simbolizan otras cosas.

Por ejemplo las pulseras negras son colocadas en las muñecas de las personas que acaban de fallecer. Mi tía me platicaba de un cirujano que hacía el turno de la noche en el hospital.

El acababa de terminar una operación e iba de camino al sótano. Entro al elevador y había otra persona con el. Casualmente se puso a platicar con la mujer sobre tonterías mientras el elevador descendía. Cuando llegaron al sótano y la puerta del elevador se abrió, vio que otra mujer estaba a punto de entrar, pero entonces el doctor de manera precipitada, apretó el botón para cerrar la puerta y presionó rápidamente el botón del piso más alto. Sorprendida la mujer regañó al doctor por su descortesía al no permitir subir a la otra mujer al elevador.

El doctor asustado dijo: Esa es la mujer que acabo de operar. Murió durante la operación... ¿No vio la pulsera negra que llevaba en su mano?.

La mujer sonrió, levantó su brazo y dijo: "¿Una pulsera como está?"

Historia de casados

Historia de casados

Cuando llegué a mi casa esa noche, mientras mi esposa me servía la cena, le agarré la mano y le dije: "Tengo algo que decirte". Ella se sentó y comió en silencio. La observé y vi el dolor en sus ojos. De pronto, no sabía cómo abrir la boca, pero tenía que decirle lo que estaba pensando. "Quiero el divorcio", le dije. Ella no parecía estar disgustada por mis palabras y me preguntó suavemente por qué. Me dijo: "Tú no eres un hombre".

Esa noche no hablamos y ella lloraba. Yo sabía que ella quería saber qué estaba pasando con nuestro matrimonio, pero no pude contestarle. Sucedió que ella había perdido mi corazón a otra mujer llamada Juana. Ya no amaba a mi esposa, solamente le tenía lástima. Con un gran sentido de culpa, escribí un acuerdo de divorcio y en este acuerdo ella se quedaba con la casa, el carro y el 30% de nuestro negocio. Ella miró el acuerdo y lo rompió a pedazos.

Ella pasó 10 años de su vida conmigo y éramos como extraños. Yo le tenía lástima por todo su tiempo perdido, su energía, pero ya no podía cambiar. Yo amaba a Juana. De pronto, ella empezó a gritar y a llorar como para desahogarse. La idea del divorcio ahora era más clara para mí.

Al día siguiente llegué a casa y la encontré escribiendo en la mesa. No cené y me fui a dormir, estaba muy cansado de haber pasado el día con Juana. Cuando desperté, todavía estaba mi esposa escribiendo en la mesa. No me importó, me volví y seguí durmiendo. Por la mañana, mi esposa me presentó sus condiciones para el divorcio: no quería nada de mí, pero necesitaba un mes de aviso antes del divorcio. Me pedía en el divorcio que por un mes tendríamos que vivir como si nada y llevarnos normal. Su razón era simple, nuestro hijo tenía todo ese mes exámenes y no quería molestarlo con nuestro matrimonio quebrantado. Yo estuve de acuerdo, pero ella tenía otra petición, que me acordara cuando yo la cargué a nuestro cuarto el día que nos casamos. Me pidió que por ese mes, todos los días la cargara del cuarto hasta la puerta de salida de la casa.

Pensé que se estaba volviendo loca, pero para que la fiesta fuera en paz, acepté. Le conté a Juana lo que mi esposa me pidió y Juana se reía en voz alta y dijo que era absurdo esa petición, que no importaba qué truco mi esposa usara, tendría que darle la cara al divorcio.

Mi esposa y yo no teníamos contacto físico desde que expresé mis intenciones de divorcio, así que cuando la cargué el primer día hasta la puerta del frente, los dos nos sentimos mal. Nuestro hijo caminaba detrás aplaudiéndonos y diciendo: "Papá está cargando a mi mami en sus brazos". Sus palabras me dieron mucho dolor. Caminé los 10 metros con mi esposa en mis brazos. Ella cerró los ojos y me dijo en voz baja: "No le digas a nuestro hijo del divorcio". Le señalé con la cabeza un poco disgustado, la bajé cuando llegué a la puerta, se fue a esperar el transporte para ir al trabajo.

Yo manejé solo al trabajo. El segundo día, los dos estábamos más relajados, ella se apoyó en mi pecho, pude sentir la fragancia de su blusa. Me di cuenta de que hacía tiempo que no la miraba detenidamente. Me di cuenta de que ya no era tan joven, tenía algunas arrugas, algunas canas. Era notable el daño de nuestro matrimonio. Por un momento pensé y me pregunté: ¿Qué fue lo que le hice?

El cuarto día, la cargué y sentí que la intimidad estaba regresando entre ambos. Esta era la mujer que me dio 10 años de su vida. En el quinto y sexto día, seguía creciendo nuestra intimidad. No le dije nada a Juana al respecto. Cada día era más fácil cargar a mi esposa y el mes se iba corriendo. Pensé que me estaba acostumbrando a cargarla y por eso era menos notable el peso de su cuerpo.

Una mañana ella estaba mirando qué ponerse, se había probado muchos vestidos pero no le servían. Quejándose dijo: "Mis vestidos se han puesto grandes". Fue ahí que me di cuenta de que estaba muy delgada, y esa era la razón por la cual yo no sentía su peso al cargarla. De pronto me di cuenta de que le había enterrado mucho dolor y amargura. Sin darme cuenta le toqué su cabello. Nuestro hijo entró al cuarto y dijo: "Papá, llegó el momento de que cargues a mamá hasta la puerta".

Para mi hijo, ver a su padre día tras día cargar a su mamá hasta la puerta se había convertido en una parte esencial de su vida. Mi esposa lo abrazó, yo viré mi cara y sentí temor de que cambiara mi forma de pensar sobre el divorcio. Ya cargar a mi esposa en mis brazos hasta la puerta se sentía igual que el primer día de nuestra boda. Ella acariciaba mi cuello suavemente y naturalmente. Yo la abrazaba fuertemente, igual que nuestra noche de bodas. La abracé y no me moví. Pero la sentí tan liviana y delgada que me dio tristeza. El último día igual la abracé y quería moverme. Le dije: "No me di cuenta de que ya no teníamos intimidad, mi hijo estaba para la escuela". Manejé para la oficina.

Salí del carro sin cerrar la puerta, subí la escalera, Juana me abrió la puerta y le dije: "Disculpa, lo siento, no quiero divorciarme de mi esposa". Juana me miró, me preguntó si yo tenía fiebre. Y yo le dije: "Mi esposa y yo nos amamos, era que entramos en rutina y estábamos aburridos, no valoramos los detalles de nuestra vida. Desde que empecé a cargarla del cuarto a la puerta, me di cuenta de que debo cargarla por el resto de nuestras vidas, hasta la muerte". Juana empezó a llorar, me dio una bofetada y tiró la puerta. Bajé las escaleras, me monté en el auto y llegué a la floristería y le compré flores a mi esposa.

La joven en la floristería me preguntó: "¿Qué le escribo en la tarjeta?" Le dije que pusiera: "Te cargaré todas las mañanas hasta que la muerte nos separe". Llegué a mi casa con flores en las manos y una sonrisa, corrí y subí las escaleras. Cuando entré, encontré a mi esposa muerta.

Mi esposa estaba batallando la enfermedad de cáncer y yo estaba tan ocupado con Juana que no me di cuenta. Mi esposa sabía que se estaba muriendo y por eso me pidió un mes de aviso antes del divorcio, para que nuestro hijo no le quedara un mal recuerdo de divorcio, para que no tuviera una reacción negativa. Por lo menos le quedaría a mi hijo, en sus ojos, que su padre era un esposo que amaba a su esposa.

Estos pequeños detalles son los que importan en una relación, no la casa, el carro, el dinero en el banco. Crean un ambiente que crees te llevará a la felicidad, pero en realidad, no es así.

Trata de mantener tu matrimonio feliz. Comparte esta historia en tu muro, quizás estés salvando un matrimonio. Todas las historias de fracaso son iguales, se dan por vencidas cuando están al punto de entrar en éxito. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos.

Si te gustó este texto no te pierdas esta cadena de amor.

Un viaje sin retorno: La montaña rusa suicida

Si eres un fanático de las emociones fuertes y los lugares increíbles y ya estás harto de la vida quizá quieras darte un último viaje en la Euthanasia Coaster, la montaña rusa diseñada por el artista e ingeniero Julijonas Urbonas para acabar con sus pasajeros.

Sentimos informar de que el proceso no termina con un vagón en llamas estrellándose contra un muro de hormigón a 200 kilómetros por hora. La muerte se produce por hipoxia, o ausencia de oxígeno en el cerebro. Según Urbonas, una forma elegante y entretenida de morir.

Pero no compren su boleto todavía: la atracción suicida es un proyecto que no está ni cerca de construirse.

El metálico ejecutor consiste en una caída desde 500 metros de altura, seguida de siete frenéticos círculos verticales, que hacen que en menos del minuto que dura el recorrido la fuerza de la gravedad se multiplique sobre los desdichados ocupantes, de manera que su sangre pesa más y desciende camino hacia las extremidades, dejando al cerebro seco.

El mecanismo es muy similar a las pruebas de ‘centrífuga humana’ en la que los pilotos de combate simulan las duras condiciones de un pilotaje real. En esta prueba los aspirantes se colocan en el interior de un pequeño habitáculo y se les hace girar sobre un eje fijo. La velocidad provoca que la fuerza de la gravedad (que medimos en ‘Gs’) se multiplique hasta alcanzar valores de 6Gs o mayores, es decir, 6 veces la fuerza de la gravedad normal. Esta dura prueba pone al cuerpo humano al límite de su aguante.

La Euthanasia Coaster somete a sus desdichadas víctimas a una presión cercana a los 10G durante un minuto, más tiempo del que cualquier aviador experto puede soportar. Julijonas Urbonas afirma que “Gracias a las pruebas para piloto o astronauta, sabemos que cuando la sangre comienza a abandonar el cerebro, la gente experimenta una sensación de euforia”.
La euforia es el primer paso. Le siguen el aumento acumulativo del peso de las extremidades, sensación de mareo, pérdida de visión, de la conciencia y finalmente, la muerte.

En Inglaterra, país donde habitualmente reside Urbonas, la eutanasia es un acto ilegal penado con cárcel, aunque el debate para su instauración es un tema candente.

Es casi seguro que los más amigos de la acción (y los fanáticos de los parques de atracciones) agradecerían poder elegir una forma más entretenida de marcharse que en una clínica médica por alguna enfermedad terminal.
Como sostiene Urbonas: “En el futuro, podríamos usar la montaña rusa para lidiar con problemas de superpoblación o simplemente si la vida se vuelve muy larga”.

Un viaje sin retorno: La montaña rusa suicida

La mujer que violó a su hijo para curarlo de la homosexualidad

Barbara Baekelan, la mujer que violó a su hijo Anthony para curarlo de su homosexualidad. Esta es la increíble historia verídica.

La mujer que violó a su hijo para curarlo de la homosexualidad

Bárbara Saly Baekeland fue una mujer millonaria que pertenecía a la socialité americana.

Al ser una mujer de gran belleza, inicio su carrera como modelo de Vogue y como aspirante a estrella de Hollywood. Al poco tiempo, sus contactos le presentarían a Brooks Baekeland, nieto de Leo Baekeland, millonario creador de la baquelita. Se casaron porque Barbara tuvo un falso embarazo, sin embargo, en agosto de 1946 traería al mundo a Anthony, su primer hijo.

Durante el matrimonio, Barbara mostró una personalidad inestable. Tanto ella como su esposo llevaban una vida pegada al alcohol y a los encuentros sexuales con otras personas. A esto hay que sumarle que Anthony, con el tiempo, fue desvelando su homosexualidad.

Cuando el muchacho tenía 21 años de edad, sus padres se divorciaron. Al parecer, Brooks había dejado a Barbara por una mujer más joven, quien algunos creían se trataba de la primera enamorado que tuvo su hijo. El divorcio le chocó bastante a Barbara, hasta intentó suicidarse. Fue entonces, por su bien, que se fue a vivir con su hijo a un pent-house en Londres.

Allí, la mujer hizo notar su descontento con que su hijo, ahora, sea homosexual, así que intento “arreglarlo”. En un primer intento, contrató a prostitutas para que se acostaran con Anthony en la cama, pero él no quería. No se sentía cómodo con ello. Barbara, al ver que sus métodos no iban a funcionar, obligo a su hijo a tener relaciones incestuosas con ella.

Para aquel entonces, Anthony mostraba signos de esquizofrenia con tendencias paranoides, pero su padre se negó a llevarlo al psiquiatra porque pensaba que era algo “poco ético”.

Cansado de los abusos que recibía por parte de su madre, en julio de 1972, el muchacho, ahora de 25 años de edad, intentó tirar a su madre a la pista en pleno tráfico, pero falló. La policía lo arrestó de inmediato, pero su madre no puso cargo alguno. Meses más tarde, el 17 de noviembre, apuñaló hasta más no poder a Barbara, quien ya tenía 50 años de edad. La mujer murió en el acto, y Anthony, tranquilo, pidió comida por teléfono y esperó a que llegara la policía.

Tras su arresto, el juicio en su contra comenzaría el 6 de junio de 1973. Para su suerte, todos los testigos afirmaron tener conocimiento de lo que su madre le hacía y de la relación incestuosa que tenían. Creían que Barbara intentaba “curar” a su hijo de aquellas “preferencias sexuales” que tenía. Su defensa estuvo muy bien argumentada, por lo que solo lo encontraron culpable que cargos menores. Fue entonces enviado a Broadmoor, un hospital psiquiátrico.

Casi 7 años después, fue puesto en libertad el 21 de julio de 1980 a los 30 años de edad. Sus amigos habían hecho varias solicitudes para que salga libre. Anthony decidió trasladarse a la casa de su abuela materna de 87 años de edad en Nueva York, y luego de seis días de haber salido de prisión, el 27 de julio, atacó a su abuela con un cuchillo. La apuñaló 8 veces y le rompió varios huesos. Según él, su abuela se lo habría pedido.

La policía lo volvió a arrestar y se le encontró culpable de intento de asesinato. Esta vez, seria encerrado en Rikers Island. Tras 8 largos meses de evaluación por parte del equipo psiquiátrico del lugar, se esperaba que Anthony sea puesto en libertad condicional el 20 de marzo de 1981. Sin embargo, su caso tuvo que ser aplazado por el juez debido a un retraso en la transferencia de sus registros médicos del Reino Unido. Anthony regresó a su celda, y 30 minutos más tarde, seria encontrado muerto, con una bolsa de plástico en la cabeza. Falleció el 21 de marzo de 1981, y hasta hoy sigue siendo un misterio si realmente se suicidó, o si alguien lo mató.

La historia de los Baekeland se transformaría en un libro que más tarde fue adaptado al cine con el nombre de Savage Grace (2007).